Hola, ahí.
Afortunadamente, nunca viví violencia física, ni en la casa de mis padres ni en mi vida como adulta. Sí conocí y pude conversar con varias mujeres golpeadas —algunas cercanas, otras no; algunas de clases bajas, otras no— y escuché y leí muchos relatos de abusos físicos de todo tipo. Sin embargo, fue recién la llegada del primer #NiUnaMenos y su forma de abrirnos los ojos lo que me ayudó —como a muchos y muchas— a ponerles sentido y palabras a las cosas.
Fue recién entonces que la indignación y la bronca tomaron la forma de acción y de búsqueda formal de herramientas y justicia para evitar esas masacres personales y familiares. Fue entonces que también los episodios de violencia contra las mujeres dejaron de ser temas privados, cuando los femicidios salieron de las páginas de Policiales de los diarios y pasaron a las páginas de Sociedad, algo que representa mucho más que una cuestión semántica o de organización periodística.
Fue entonces cuando pudimos terminar de entender que lo que concluye con el asesinato de una mujer comienza mucho antes y desde la retórica. Es la desvalorización y la cosificación de las mujeres lo que conduce a la apropiación de sus vidas, eje central de lo que se conoce como patriarcado.
Cuando estos conceptos salieron de la teoría y los círculos especializados para pasar a ser ideas divulgadas a audiencias mayores y a conformar consenso; cuando la voz de las mujeres comenzaba a escucharse como voz autorizada en gran parte del mundo, la ola ultraconservadora comenzó a extenderse y a convertirse en amenaza para los derechos recién conquistados.
En eso estamos.
Delia quiere ser libre
La mujer se despierta, es muy temprano. Mira al esposo y le dice “buenos días”. La respuesta es un bife estridente. A lo largo de la película Siempre habrá un mañana iremos sabiendo que Ivano, el esposo violento de Delia, esgrime siempre el mismo justificativo para la violencia: pasó dos guerras.
Estamos en 1946, en un barrio de Roma. La pobreza de posguerra alcanza a todos, incluso a la más exquisita burguesía. Los soldados norteamericanos siguen en las calles, algunos ciudadanos extrañan la caballerosidad del fascismo y otros, en cambio, esperan con ilusión el referéndum para terminar con la monarquía, el establecimiento de una república y el llamado a una asamblea constituyente, encargada de redactar una nueva Constitución.
Las mujeres están autorizadas a votar por primera vez y ese cambio es sentido por muchos como una amenaza en lo social, lo familiar y también lo político. A nadie le gusta perder sus privilegios. Por entonces, la mayoría de las mujeres casadas siguen pidiendo permiso para salir de casa.
Delia vive como esclava y a los golpes. Sus amigas vecinas saben que cada vez que Ivano cierra la ventana hay paliza. Hay moretones que se ven y otros que no. Tiene tres hijos con Ivano, una adolescente y dos varones todavía pequeños, duermen los tres en una misma habitación. En su casa vive también su suegro, otro tirano, capaz de pedirle al hijo que no le pegue tanto a su mujer porque no es una buena práctica (“Lo hacés mal, no podés pegarle todo el tiempo, se acostumbra. Una sola y fuerte, de vez en cuando, para que aprenda”). Ella los atiende a todos y además hace pequeños trabajos para algunas tiendas del barrio que le pagan menos que a cualquier varón, aunque sea un aprendiz de algo que ella hace hace años.
Marcella, su hija, también tiene un trabajo aunque sus hermanos varones estudian. A ella no le corresponde hacerlo, según el estatuto familiar. Marcella crece en el resentimiento y en la furia, desprecia a su madre por no rebelarse (“Antes de terminar como vos, me mato. ¿Por qué no te vas?”). Tiene un novio de una clase superior, un joven heredero hijo del dueño de la cafetería y heladería del barrio. La visita de la familia del novio a la casa de Delia para anunciar el compromiso, la inminencia de la boda, el encuentro entre dos realidades sociales y económicas, pone también en evidencia el modo de vida de la mujer, reprimida y violentada a diario.
La escena del almuerzo en grotesco es clave para el desarrollo de la trama y en las decisiones que tomará Delia para que su hija no tenga que pasar por las humillaciones y sufrimientos que pasa ella. Para que su hija pueda tener los derechos y la justicia que a ella le negaron.
Las silenciadas
Siempre habrá un mañana fue escrita, dirigida y actuada por la italiana Paola Cortellesi (es la primera película que dirige, aunque es una guionista experimentada) y en su país de origen, Italia, fue un verdadero fenómeno: llevó más gente a las salas que Oppenheimer y Barbie.
Aunque tiene un escenario histórico, la película de Cortellesi toca fibras sensibles que van mucho más allá de lo local. De hecho, ese regreso a un tiempo en el que las mujeres eran violentadas, silenciadas y contempladas menos que una mascota convierte al film en un viaje al pasado inquietante, estremecedor, después del estallido feminista que conmovió al mundo con #NiUnaMenos y el #MeToo.
Es, también, un alerta ante la ola ultraconservadora que viene atropellando para restaurar el orden perdido. De hecho, en una entrevista con Infobae y consultada por este tema, habló de la necesidad de custodiar los logros cívicos y políticos cuando dijo que “los derechos conquistados no son eternos, hay que seguir defendiéndolos”.
En otra entrevista, explicó por qué eligió darle voz a las silenciadas en lugar de buscar heroínas con arraigo popular. Explicó que sentía que las generaciones que siguieron no fueron lo suficientemente agradecidas con las madres, abuelas y bisabuelas (en esto, me recordó a la novela de Gemma Ruiz Palà de la que te hablé acá).
Lo dijo así:
“Quería contar a las mujeres que no marcaron la Historia en Italia de manera oficial, narrar las historias que no se promocionaron y que no estaban protagonizadas por expartisanas que lucharon hasta los noventa y que marcaron la historia de los derechos de las mujeres, las cuales eran extraordinarias pero también excepciones. La mayoría de las mujeres “normales” que construyeron el cambio en mi país, que lo hicieron posible, no sabían que eran responsables de la creación de un tejido social o al menos no le concedieron la suficiente importancia”.
Hay varias decisiones estéticas en esta película que me gustan. El blanco y negro le da belleza y verosimilitud al pasado. La elección de música que no tiene nada que ver con el tiempo y el escenario histórico también provoca un cortocircuito muy interesante. El género comedia negra, en lugar del drama que podría imaginarse por default, instala la película en la tradición más famosa del cine italiano a lo que se suman los momentos musicales e insólitos, en las escenas más violentas, también un modo de no revictimizar a las víctimas.
Es por esta clase de aciertos que la película no es apenas un melodrama, que también lo es. Y es también por elegir mostrar momentos hermosos y distendidos —el cigarrillo cómplice en el mercado con Marisa; las risas con las otras mujeres mientras cuelgan las sábanas por centavos, el flirteo con el novio de la adolescencia— que no es una obra doctrinaria y a pura bajada de línea.
Es, también, por el batoncito a lo Sofía Loren en Un día muy particular, por la conmovedora mirada de Delia, que consigue pasar de la sumisión al resentimiento. Es por el manejo sutil del humor negro, que convierte la peor de las tragedias en una parodia inverosímil.
No es una película obvia y eso se agradece mucho.
Paula y las puertas
Supongo que fue a fines de los 90 cuando lo leí, me quedé en shock y escribí la reseña en Clarín. Hablo de La mujer que se estrellaba contra las puertas, una novela del gran autor irlandés Roddy Doyle (Dublin, 1958) publicada originalmente en 1996, que cuenta la historia de una mujer golpeada, una mujer nacida en un ambiente hostil y tratada a los golpes en todo los sentidos posibles.
Paula tiene 39 años, es de clase trabajadora y es alcohólica. Creció en un ambiente difícil para todos, mucho más para las mujeres. Se casó joven con Charlo, el muchacho duro del barrio, líder de la bandita y el más atractivo, y vivió con él 18 años de matrimonio y palizas. Los vivió a oscuras, sumergida en la violencia y la invisibilización social e intentando justificar lo injustificable, como tantas mujeres que terminaban (o aún terminan) por creer que no valen nada y que, si un hombre las golpea, es porque efectivamente lo merecen porque no hacen las cosas bien.
Paula es alcohólica, fue cayendo en el alcohol casi sin darse cuenta. Es su propia voz la que le cuenta su historia de abusos y adicciones al lector: hay detrás de ella un narrador que se desdibuja para dejarle el uso de la palabra a su personaje y conseguir, a fuerza de sensibilidad y talento, un efecto de empatía que es abrumador.
El título de la novela surge de uno de los episodios violentos, cuando después de molerla a golpes Charlo lleva a Paula al hospital y le prepara un argumento efectivo para esgrimir y justificar las marcas y heridas ante los médicos, cuando la revisen.
Sé que esa fue la primera vez que leí esa clase de argumento, el “se golpeó sola”, y me quedé impresionada. Ahora pienso que detrás de ese delirio con el que muchas veces se encuentran médicos o profesionales que deben tratar a mujeres golpeadas hay una mujer que no solo fue apaleada y no tiene permitido llorar y hablar de su dolor sino que, además, se ve obligada a aparecer como una persona torpe e incompetente, incapaz de evitar llevarse por delante los objetos. Es que suele ser eso, justamente, la torpeza o la inutilidad lo que aparece usualmente en el discurso del golpeador para justificar la aplicación de los correctivos.
Hay una frase de la novela que siempre recuerdo. Fui a buscarla para que la conozcas. Dice así:
“Me perdí los ochenta. No tengo ni una pista. Es solo un montón informe […] ¿Qué hice en los ochenta? Estrellarme contra las puertas. Levantarme del suelo”.
Hay otra, muy potente, sobre el alcoholismo:
“Soy alcohólica. Nunca lo he admitido ante nadie (a nadie le interesaría saberlo). No he hecho nada al respecto; nunca he tratado de dejarlo. Creo que podría hacerlo si realmente lo intentara, si estuviera lista para hacerlo. Siempre me ha gustado beber. Desde que tenía dieciséis años, incluso antes de empezar a salir con Charlo. No recuerdo en qué momento simplemente dejó de gustarme y empecé a necesitarlo”.
La mujer que se estrellaba contra las puertas no habla solo de violencia de género sino que muestra la forma en que es posible destruir la personalidad de otra persona ante el silencio de los demás. Y lo difícil que es reaccionar al maltrato cuando la mayoría de los que te rodean eligen mirar para otro lado mientras te vas quedando sin fuerza, sin recursos y sin dignidad.
Nadie escuchó gritar a Maria
El Festival de Cannes es el escenario donde se está estrenando por estos días una biopic de Maria Schneider, actriz y personaje trágico del mundo del espectáculo. El guión se basa en el libro Tu t’appelais Maria Schneider (Te llamabas Maria Schneider) escrito por Vanessa Schneider, prima de la actriz nacida en 1952 y fallecida a causa de un cáncer en 2011. El nombre del film es Maria, fue dirigido por Jessica Palud y no compite en el festival sino que se presenta en la selección Première.
Anamaria Vartolomei interpreta a la actriz francesa que se hizo conocida por una película que terminaría dándole la fama y abriéndole las puertas al infierno. Se trata de El último tango en París, dirigida por el italiano Bernardo Bertolucci (1972), objeto privilegiado de la censura de la época por sus escenas de altísimo voltaje sexual que, muchos años después —y a partir de declaraciones del propio creador—, leemos como escenas de violencia y abuso real sobre una joven de entonces 19 años, que además aún nunca había tenido sexo en la vida real.
Matt Dillon encarna a Marlon Brando, el otro protagonista de la película, que al momento de filmar tenía 48 años, casi 30 años más que Maria. Fue durante una entrevista para Playboy, en 2013, que el director italiano Bertolucci reconoció que la célebre escena de la manteca fue un perverso abuso sexual. Maria había muerto dos años antes después de una vida durísima, siempre acechada por aquella fama súbita y por la búsqueda de paraísos artificiales para aislarse del sufrimiento. Cuando intentó hacer pública la verdad detrás de aquella escena, cuando declaró que las lágrimas que se ven rodar por las mejillas de esa joven que está siendo violada eran reales, no había oídos sociales preparados para escucharla.
En el video, cuando Bertolucci narra la historia del plan de la escena del sexo anal y la manteca, después de hablar de Maria como “la pobrecita, que ya murió”, el entrevistador trata de indagar si hay en él arrepentimiento. Pero Bertolucci lamenta mucho lo ocurrido aunque volvería a hacerlo, según dice. El cineasta dice que no se arrepiente porque para hacer películas “a veces hay que ser completamente frío” y desliza algún otro lugar común acerca del arte.
Anamaria Vartolomei, quien interpreta el personaje de Schneider, se hizo conocida por su actuación en El acontecimiento, un filme sobre el aborto en tiempos en que aún no era legal en Francia, basado en el libro del mismo nombre de la Nobel francesa Annie Ernaux, que ganó el León de Oro en el Festival de Venecia en 2021.
Busco y encuentro declaraciones de Schneider del año 2007 que confirman que la escena no estaba en el guión original. Que la escena de la sodomización y el recurso de la manteca la hicieron sentir humillada y que se sintió realmente violada por Brando, aunque según ella no hubo penetración y, la verdad, a esta altura no sé si es lo más relevante.
Era casi una nena, era su primera película. Insisto: todavía no había tenido sexo en la vida real cuando la convirtieron en ícono del sexo feroz y dadivoso con perversos. Murió en 2011 de cáncer, luego de una vida esmerilada por las drogas, internaciones psiquiátricas y al menos un intento de suicidio. Bertolucci dice en aquella misma entrevista que, por haberla engañado, ella los odió toda la vida.
Cómo no entender ese odio.
Comienzo a despedirme.
Las ilustraciones de este correo son imágenes de las películas Siempre habrá un mañana —que todavía puede verse en algunos cines—, El último tango en París y Maria y la tapa de la novela de Roddy Doyle.
Me impactó enterarme, a partir de la película de Paola Cortellesi, de que la fecha del referéndum para el cual se habilitó a las mujeres italianas a votar fue el 2 y el 3 de junio de 1946. Y digo que me impactó porque fue también un 3 de junio, pero de 2015, cuando se realizó el evento multitudinario del primer #NiUnaMenos sobre el que escribí al comienzo. Una coincidencia amorosa, me gusta pensar.
Te recuerdo mi correo, es hpomeraniec@infobae.com. Te deseo una buena semana y va un consejo amistoso: tratá de tomar todos los cuidados para evitar la gripe, que esta temporada vino con toda la furia y sin llevarse a los mosquitos.
Hasta la próxima.
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