En este hombre de 40 años se vislumbra un mundo interior rico en intereses y también en búsquedas. Como señales que vendrían a ratificar esta impresión, a lo largo de la entrevista sucederán dos cosas, entre tantas otras. Será el verbo “tratar” una de las palabras que Marco Antonio Caponi más utilizará, en el sentido de intento, de exploración; de búsqueda, justamente. Y además, comenzará cada respuesta analizando un concepto, profundizará en uno nuevo, se perderá en el siguiente. “Me fui por las ramas, eh… Mal”, reconocerá el actor, luego de haber advertido que no concede reportajes, salvo que el trabajo de ocasión lo amerite. Argumenta que podría aburrir. Nada más lejos.
Aquel mundo interior apareció en su Mendoza natal, cuando –ya siendo adolescente– se mudó con su familia a Cruz de Piedra, esa zona de viñedos y olivares de menos de 4000 habitantes, donde “no había absolutamente nada. Y me armé un estudio: tenía una consola, mi guitarra eléctrica. Con mi hermano vivíamos ahí, en una cueva. Él estudiaba ingeniería y yo estaba todo el día haciendo música, tocando, explorando”.
El menor de estos cinco hermanos podría haber sido ingeniero. Estaba casi dicho. Pero Marco Antonio decidió seguir su corazón –esta búsqueda de la que hablábamos– y mudarse a Capital, con más nada que poco.
Las marquesinas de la Calle Corrientes que por entonces lo encandilaron ahora lo muestran a él, a todas luces en el anuncio de Reverso, que protagoniza junto a Carla Peterson en el Paseo La Plaza. “Nos está yendo muy bien. Estamos muy contentos –confiesa sobre la obra que se presenta viernes, sábados y domingos–. Narrando la historia de alguien que queda atrapada en el metaverso por un hecho traumático, se indaga sobre qué es real y qué no”.
De un hecho y otro –su llegada a la gran ciudad y este presente auspicioso– transcurrieron dos décadas. Esa circunstancia también amerita el encuentro con Infobae. Y un repaso por la obra y la vida de Caponi.
—Estás compitiendo con Mónica Antonópulos, tu mujer, en el teatro a la noche: ella hace El Beso.
—¿Cómo voy a competir con ella? No puedo competir con ella.
—¿La fuiste a ver en el estreno?
—La fui a ver, sí. Está maravillosa, en un nivel que a mí me causó mucha emoción. Ver a alguien jugar así, con esa libertad y con esas ganas…
—¿Cuántos años juntos ya?
—Y… ocho, ya. Con hijos hermosos en el medio. Uno nuestro (Valentino); otro, padre del corazón (por Camilo, de una relación anterior de Antonópulos).
—¿Cómo te cambió la vida la paternidad?
—Me conecta con algo que nunca me había pasado: ver el nacimiento de mi hijo. A cualquiera, eso lo va a modificar para siempre. No puede existir hecho más hermoso. Me olvido mucho de las cosas, sin embargo eso lo tengo tan grabado… Pero con lujo de detalles. Todo.
—¿Estuvo bueno el nacimiento?
—Espectacular. Y lo más lindo fue encontrarme también con Camilo, y sentir que no había diferencia entre lo que yo sentía con mi hijo a lo que sentía con él. Porque también era una prueba, decir: “Bueno, ¿qué me va a pasar?”.
—Voy a Mendoza. ¿Había base artística en casa?
—Sí, una raíz fuerte. Mi padre actuaba en Mendoza. Después se vino para acá a trabajar en El amor tiene cara de mujer, y se terminó volviendo; no soportó esto. Y se conoció con mi madre e hicieron una obra de teatro juntos. Fue la semilla con esa sensación de querer entender de qué se trataba esto. Me mostraba fotos suyas filmando, con cámaras, y era como: “Che, acá hay algo. ¿Qué es esto?”.
—¿Cómo fue esa infancia?
—Hermosa, hermosa. Hoy, con lo difícil que es criar hijos y darles libertad, lo pienso como un tesoro: yo andaba por la calle, tenía mis amigos, iba a la plaza. Una manada en el medio de un barrio muy tranquilo, Godoy Cruz. Crecí así. Y eso lo llevo.
—¿Tus viejos no te dijeron en ningún momento: “Che, te vas a morir de hambre, no es por acá”?
—Sí. Pero entendían. Si lo miro en retrospectiva, hoy yo también le diría eso a un hijo que viene a la ciudad. Deben haber tenido sus miedos. Me quise venir antes, a los 15 años: tenía una novia en Buenos Aires y cada tanto venía. Me encantaba. Cuando entré a un teatro por primera vez, me volví loco. Cuando iba a ver tango, me volvía loco. Entonces, había algo.
—¿En esa adolescencia les diste muchos dolores de cabeza a tus viejos?
—No tantos. Me supe manejar, tenía límites. Fui bastante tranquilo, pero me gustaba mucho salir a bailar. En ese momento no tenía muchos más planes que ir a bailar.
—¿Volvías muy roto?
—A veces sí (risas). Y bueno, en Mendoza… Es muy difícil Mendoza.
—¿No hay ningún momento en que digas: “¡Por qué me dediqué a esto!”?
—Sí. De hecho, creo que podría dedicarme a esto de otra manera. No sé cómo, pero rebarajaría un poco. A mí me gusta lo que me está pasando ahora como actor: hago los trabajos que quiero hacer. Los que no, es porque no me siento preparado, no me convoca emocionalmente, no me gusta o no me sirve. Poder elegir es muy importante.
—Es un privilegio enorme poder elegir.
—Sí, pero también es una filosofía de vida. Y una manera de diseñar la profesión: yo empecé eligiendo sin nada, y estuve como tres años hasta empezar. Sin nada era… nada. Tenía para comer, vivía con lo justo, hasta que más o menos agarré un mango y empecé a ahorrar, y a saber cómo hacer para financiarme mis tiempos. Siempre que gané un poquito me proyecté para poder estar estable y tener pausas.
—Como actor, de repente uno te ve en una tira, rompiéndola, y después vienen unos meses en los que no suena el teléfono. ¿Y qué pasa con el ego en esos momentos?
—Te agarra como una abstinencia. Querer estar. Pero en esos espacios yo trato de nutrirme, estudiar. Me meto a hacer algún curso, a estudiar algún instrumento. Tengo mi estudio, diseño cosas.
—Y en esos momentos, ¿cómo se sostiene la economía? ¿Con ahorro previo?
—Sí. Yo, primero, almaceno. A veces me sale, a veces no. Uno va trabajando y se vuelve muy cuesta arriba, para la gran mayoría. Pero lo que intento es perder la dimensión de qué es realmente lo que uno necesita. Tener un propio sistema hace que el contexto, por más opresivo que se vuelva, no me modifique al cien por ciento el propio sistema. Si no hay una posibilidad, tratás de generarla y le buscás la vuelta, todo el tiempo. No te volvés una pieza rígida y tenés la posibilidad de ir generándote eso que necesitas para cubrir el colegio, para la estructura básica. En ese sentido, soy bastante organizado. Me encantan los números, me gusta hacerlos.
—Ese tiempo en el que llegaste a Buenos Aires y te costó tanto, ¿dónde vivías?
—En una pensión en Paso y avenida Córdoba. Éramos 18 viviendo ahí. Yo tenía 22, 23 años, y la pasé espectacular. Para mí fue una decisión: encontré una vocación, no heredé la empresa de mi papá. No es que dije: “Bueno, tengo que ir”. Me iba caminando todos los días a la Calle Corrientes: iba por los teatros, hacía un curso, estudiaba; encontraba un amigo y nos íbamos a la plaza, a comer.
—¿Cuál fue el trabajo más raro que tuviste en esos años?
—Repartí volantes. Trabajé en un videoclub. Y después, también trabajé en publicidad: nunca agarré las buenas (publicidades), nunca me salieron esas que son goles de media cancha. Pero ahí siempre encontraba algo con lo que me iba manteniendo.
—¿Nunca te habría encontrado disfrazado de empanada en una esquina?
—No, no.
—No hizo falta.
—Dignidad (risas).
—Bueno, cada uno es cada uno…
—Soy muy orgulloso. Prefiero sentarme en el cordón de la calle a masticar bronca que otra cosa. De verdad, eh.
—Esperá. Te deben haber convocado a fiestas de 15 para bailar con la cumpleañera.
—Sí. Cuando hicimos Graduados iba viajando por todos lados. Y ahí me compré un terrenito en Mendoza. ¿Ves? Soy conservador. Me gusta el mundo cripto, toda esa movida. Me divierte. Lo he probado. Sé que el futuro es eso.
—¿Sos un obsesivo, de estar mirando todo el tiempo?
—Lo he sido, lo he sido… Entiendo que es como el que compra un terreno en la Luna.
—El Tirri estuvo acá y contó que compró un terreno en la Luna.
—Está bien, es un acto de fe.
—¿Vos también compraste un terreno en la Luna?
—No, pero lo hubiese comprado. Sí. ¿Por qué no? El dinero no existe; esa es mi primera ley. Ya partiendo de ahí, podés jaquear el sistema. Ahora son números; cada vez más grandes, cada vez tienen más ceros. Pero, digo, el dinero no existe: es una emisión de una deuda de algo. No estudié nada de todo esto; lo mío es intuitivo. Por eso, es como mi sistema. Y mi sistema necesita esto.
—Que las cripto sigan subiendo.
—Que no se prenda fuego el mundo (risas). Las cripto… bueno. Es muy peligroso lo que estoy diciendo: que el dinero no existe. Pero lo necesitamos, obvio. Estoy hablando en el sentido de que hay cosas que valen mucho más. No lo llevo a la literalidad, sino al hecho de no olvidarse nunca de que uno tiene la posibilidad de crearse el mundo que quiera. Y que ese es el camino para que, incluso, venga el dinero.
—¿Y Mónica no aparece en algún momento diciendo: “Marco, deja de timbear la plata del mes”?
—”¡Sos infumable!”, me dice (risas). Pero me gusta. Hay que saber manejar el dinero, o el no dinero.
—¿Tienen permitidos con Mónica?
—A mí me aburren esas cosas ya. No es el camino. Es otro.
—Es elegirse todos los días.
—Sí. Es entender que sos un equipo, que estás ahí. Yo, por suerte, la sigo eligiendo. Y considero que ella también a mí. Hay momentos que están buenísimos, hay otros momentos en que la peleamos juntos. Lo importante es que pasan los años, y uno se mira y dice: “Bueno, seguimos, vamos”.
—Es un momento difícil para la cultura.
—Sí.
—¿Y cómo lo estás viviendo, siendo parte de ese colectivo?
—Con tristeza. Siempre con la mirada puesta en tratar de pensar cómo hacer. La cultura tiene que tener su propio sistema, pero necesita sí o sí del apoyo de alguien que deposite fe en esa cultura, que quiera regalarla, que quiera nutrirla. Porque si no, se hace muy difícil. O se vuelve muy nac & pop ¿no? Muy berreta. Hay que buscarle la vuelta. Estoy más empecinado en decir: “A ver, ¿por dónde es la salida, cómo hacemos, qué es lo que vamos a tratar de inventar?”. También estamos ante un cambio de paradigma, entonces se junta todo. La cultura es el opio de los pueblos. Es un cliché, una frase hecha, pero yo apuesto a eso. Quienes se dedican a la cultura lo hacen con mucho amor, con mucha convicción, con muchos cuestionamientos sobre un sistema que no quiere que exista esa sensibilidad.
—Hoy hay quienes plantean una especie de pelea entre la cultura y los chicos con hambre.
—¿Pero qué tiene que ver? No tiene nada que ver. No es que lo que falta acá, es porque está allá. Es porque lo que falta acá, falta hace un montón, y hay que resolverlo. Pero la gente que hace cultura también son personas que necesitan, con hijos, con familia. No se puede comparar una cosa con la otra. El problema de la pobreza no tiene comparación con nada. Con nada. Es insólito.
—Ahí se mezclan muchas cosas.
—Es una manera de distraer. Es la mejor manera de poder infiltrar ahí lo que vos quieras infiltrar. De correr el foco. A mí, en ese sentido, la política me desilusiona bastante. Es tanto el show de la política que realmente se olvidan que vivimos en una sociedad que no la pasa bien.
—¿Creés en alguien de la política?
—No, no. Es que no pasa por alguien: pasa por ser conscientes de que necesitamos un poco de paz. Uno no puede vivir todo el tiempo sintiendo que no llega a nada. O que la gente no llega. O que mucha gente se muere de hambre porque no tienen ni para comer.
—Pero no es de ahora.
—No. Pero es así. A mí me pasaba en la pandemia; digo, nosotros estábamos todos sacrificándonos y… Tampoco soy un especialista al respecto, trato de hablar como ciudadano, desde lo que me pasa, como alguien que cree y tiene mucha fe en este país. Me encantaría que esto funcione perfecto, pero creo que hay maneras, y no es esta. Nadie está pudiendo encontrar la manera. Y siento que ahora se pone el foco sobre más rivalidad, sobre más agresión, sobre más violencia, sobre querer más y nunca estar pensando que quienes estamos arriba del barco, estamos sacudiéndonos hace un montón de tiempo para todos lados, y no sabiendo de dónde agarrarnos. Si vivimos en un país donde desde hace mucho tiempo el piso se va moviendo, no podemos caminar en la misma línea. Y eso es enloquecedor para cualquiera. A la política la veo obsoleta en muchas cosas. Entonces, hay que repensar. Y hay que repensar la cultura, el cine. Las cosas van virando y hay que tratar de readaptarse.
—¿Sos un tipo que necesita hacer viajes al año y determinadas cosas, o sos feliz con estar haciendo el proyecto que te gusta y con que los chicos estén bien en casa?
—No soy una persona que sea muy feliz todo el tiempo. Esa sensación de querer ser feliz trato de que, por lo menos, suceda cada tanto. Si no, me siento muy exigido por algo que cuesta. Y después, trato de poner en la balanza qué es lo que realmente necesito. Si a veces pasa por tener que cortar las cosas, también está bueno poder hacerlo. Vivimos en una época donde hay que ser lo más flexible posible porque ya no existen esas estructuras que duran mucho. Me da gracia que se utiliza tanto el término libertad; quienes nos dedicamos a hacer lo que quisimos, realmente la encontramos. Y no somos antisistema: somos personas que creen en otro sistema, a lo mejor más romántico, más sensible, donde resignamos un montón de cosas para poder ir hacia ese lugar que queremos. No a todos los actores y las actrices les va bien. No son muchos los que tienen en el bolsillo la posibilidad de subsistir en el tiempo. Hay que ser consciente de eso para saber que cuando viene la ola grande, uno no es el mejor del mundo; ni cuando está por el piso es el peor. Es muy individualista hoy el sistema porque está cada uno en su mundo. Pero yo veo muchas salidas. Y mucho peligro también en que esas salidas pueden ser manipuladas, manejadas. Todo. Son sistemas. Son sistemas numéricos y hay computadoras de fondo. Me fui por las ramas, eh… Mal.