La historia de Diogo Alves comienza en la aldea lucense de Santa Gertrudis de Samos, donde nació en 1810, en una familia de modestos campesinos gallegos. Como muchos de sus compatriotas, Alves dejó su hogar en busca de una vida mejor en Portugal. José Viale Moutinho, en el prefacio de Os Crimes de Diogo Alves, explica que para los gallegos, Portugal “parecía algo más próximo y menos incierto que las Indias Americanas”. En Lisboa, la mayoría de los gallegos trabajaban como aguadores o carreteros. A finales del siglo XVIII, se calculaba que vivían alrededor de 40.000 gallegos en la capital lusa. Alves tuvo la suerte de conseguir empleos como sirviente en casas acaudaladas.
A pesar de su empleo en Lisboa, donde se le conocía como un joven honesto y trabajador, Diogo Alves era apodado “O Pancada” por su falta de inteligencia. Su historia comenzó a teñirse de negro en 1836, cuando fue despedido debido a sus “instintos feroces”. Sin empleo y con una reputación de iracundo, Alves abandonó las caballerizas por los recovecos del acueducto de Aguas Libres. Allí, en lugar de azotar caballos, golpeaba a los transeúntes solitarios para robarles, arrojándolos después desde lo alto del canal.
El acueducto de Aguas Libres, con sus 35 arcos y una altura máxima de 65 metros, era un lugar estratégico para sus crímenes. Este escenario, elegido con notable criterio a pesar de su fama de poco inteligente, era un camino público frecuentado por campesinos durante la primera mitad del siglo XIX. Alves asaltaba a sus víctimas de noche, a punta de navaja, y después de robarles, las arrojaba al valle de Alcántara. A la mañana siguiente, la policía y los lugareños encontraban los cadáveres magullados, concluyendo erróneamente que se trataba de una oleada de suicidios.
La carrera de Alves como bandolero en el acueducto se truncó en 1839, cuando un hombre armado evitó ser una de sus víctimas y alertó a la policía. Las autoridades cerraron el paso al acueducto, dejando a Alves sin su principal escenario delictivo. Decidido a seguir delinquiendo, Alves formó una banda y asaltó la casa de un destacado médico en Lisboa y lo asesinó junto a su familia. Este crimen, que involucró a la alta sociedad local, activó los mecanismos de la justicia portuguesa, llevando a la captura de Alves en 1839 y a su juicio y ejecución en 1841.
El juicio fue un espectáculo público; los ciudadanos exigían una condena ejemplar para quienes habían aterrorizado a la ciudad durante tantos años. El destino de Diogo Alves culminó con su ahorcamiento en Cais do Tojo, junto a otros miembros de su banda. Este hecho marcó el fin de una era de terror en Lisboa. Diogo Alves fue uno de los últimos condenados a muerte en Portugal en el siglo XIX. Su ejecución fue un evento multitudinario, con miles de personas celebrando la justicia finalmente realizada. Pero el destino le tenía reservado un último macabro capítulo.
Una cabeza inmortalizada
El final de Diogo Alves no marcó el fin de su historia. Poco después de su ejecución en 1841, un destacado cirujano portugués, José Lourenço da Luz Gomes, solicitó al rey la cabeza del criminal. Fascinado por la frenología, una pseudociencia que intentaba determinar el carácter y las capacidades mentales de las personas a través de la forma de su cráneo, Da Luz Gomes vio en la cabeza de Alves una oportunidad única para el estudio.
Así, el cráneo del gallego no fue enterrado junto a su cuerpo, sino que terminó sumergido en un frasco de formol, preservado para la posteridad.
La cabeza fue trasladada a la Escola Médico-Cirúrgica, precursor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Lisboa, donde se convirtió en un objeto de estudio. Desde entonces, ha sido custodiada en las estanterías de la facultad, accesible solo para estudiantes de medicina.
A veces, su frasco de formol sale de la facultad y es exhibido en museos, como ocurrió en 2004 en una muestra del Museo Nacional de Arte Antiguo de Lisboa. Con los ojos abiertos y el cabello rojizo flotando en el líquido, la cabeza de Alves sigue causando fascinación y terror a partes iguales.
El interés en el cráneo de Alves trasciende la mera curiosidad. Durante el siglo XIX, la frenología era una disciplina en auge. Se creía que el estudio del cráneo podía revelar rasgos de la personalidad y predilecciones criminales. Aunque hoy en día esta teoría está desacreditada, el cráneo de Alves sigue siendo un testimonio de la fascinación que su figura despierta.