La gran pregunta es: ¿vale la pena ver la película de Imprenteros si ya vimos la obra de teatro? Y esa es LA pregunta porque Imprenteros, la obra de teatro, ya lleva más de 500 funcione desde su estreno en 2018 y pandemia mediante. Lo que nació como una obra chiquita, con mucho de biodrama, que se iba a representar cuatro veces, pegó, conmovió, funcionó, creció. La obra de los hijos del imprentero a los que sus medio hermanos les quitaron el taller y los dejaron afuera para siempre (por ahora) se volvió un secreto de muchos. Giró por el país. Se hizo libro. Y ahora, película.
Pero empecemos por el principio: para los que no la vieron, Imprenteros cuenta la historia de ese papá bastante ausente en la vida cotidiana -el papá real de la actriz y directora Lorena Vega y de sus hermanos Sergio y Federico-, apasionado por su oficio de gráfico, un poco chanta, un poco artista, capaz de decirle a su hija que no le va a imprimir las tarjetas para su fiesta de 15 porque “yo no hago sociales”. La nena –Lorena, en la vida real- se venga y no lo invita al cumple. Ese es el papá para mal pero también para bien. La imprenta, las máquinas, el gramaje del papel, el olor de la tinta se vuelven parte de su vida. Federico se va a vivir a Barcelona y el primer trabajo que consigue es… de gráfico. Sergio es gráfico hasta hoy, empezó participando de la obra un poco de favor y se volvió, quizás, el protagonista principal. Es el que sabe del oficio y parte de la obra de teatro es hablar de ese oficio.
Con anécdotas familiares, fotos de ese cumpleaños, descripciones risueñas y amorosas de la madre, la obra de teatro es una delicia que -ya lo dije- termina mostrando lo que el trabajo nos hace, cómo nos moldea, cómo construimos nuestras vidas a su alrededor. Y, también, habla de qué es un vínculo filial, qué se hereda -ese saber-, qué te pueden arrebatar y los sentimientos que eso produce. Por algo Sergio cuenta que muchas noches planeó agarrar la camioneta y tirar abajo la puerta del taller con candado y todo o comprar dos bidones de nafta, un par de fósforos y… Boom.
En la película -dirigida por Lorena Vega y Gonzalo Javier Zapico– los personajes vuelven pero no cuentan exactamente la misma historia. “¿Qué es una familia?”, pregunta Lorena Vega en off al principio y da la clave en que se verá el film. La proyección arranca, sabiamente, con los videos -viejos, reales- del cumpleaños de 15 de Lorena. Quienes vimos la obra recordamos ese tramo risueño, tierno, en que la madre ordena el mundo. La chica está en el medio de la pista y ella le va mandando varones a bailar. Papá no, ya dijimos que no fue invitado.
Así entramos por la puerta del amor a la historia de los Vega. Luego veremos a Sergio en un taller gráfico, manejando una máquina enorme, un realismo que el teatro por supuesto no tiene. No es el taller del padre, se aclara. Es otro más moderno, al que él entró a los 19, cansado de su padre pero con un oficio sorprendente para su edad.
Luego viene la pandemia, el encierro, la madre por teléfono, todo filmado porque el marido de Lorena es cineasta. Y la propuesta de Sergio: “hagamos un libro”. Es decir, los imprenteros llevando esa historia de vida al papel después de haber pasado por el teatro. Ese proyecto no puede ser sino muy cuidado, preciosamente trabajado.
Así, aparecen las reuniones con las editoras, la construcción de ese libro que es una vuelta de tuerca pero que no se hará en el taller del padre -todavía cerrado a ellos- sino en otro, bajo la mirada experta del gráfico de la familia.
Las cuestiones familiares se cruzan, como en la obra, con las técnicas. Federico, el que no quiere volver al taller, o le da lo mismo. Sergio, el que sueña que volvió y estaba más iluminado. Cómo organizar los recuerdos, los capítulos, las fotos que un amigo sacó con el padre vivo y consiguió rescatar de un viejo disco rígido.
Es una película de textura compleja, que cruza filmaciones de la obra con material “nuevo”, como las tomas de la casa en pandemia o del viaje a Córdoba a reunirse con la editora del libro. Sergio moviendo papel en las máquinas o haciendo un asado para después del trabajo editorial.
Hay algo de antiguo y material en el trabajo de imprenta. Lo que se imprime queda fijo, no se borra fácilmente, no se cambia, no se corrige, es sólido. Eso es lo que los hermanos Vega hacen con su historia en el libro y lo que documentan en el film, al tiempo que cuentan la historia misma y cómo se transformaron a partir de la obra de teatro. Un proceso de volver tangible y material eso que les pasó. De hacerse dueños de una herencia de la que se los ha querido despojar.
Pero, a la vez, toman distancia, simbolizan la pérdida y la exclusión. Al final, Sergio dirá: “Hermanita, gracias por enseñarme a tirar ese portón abajo de otra manera diferente a la mía”. Guarden los bidones de nafta, la bronca encontró otro camino.
Imprenteros, la película, es la historia de la búsqueda de los rastros familiares, de las fotos, de cómo contarlo todo para -digo- salvar algo del despojo. “Me hubiera gustado hacer funcionar un poco la imprenta de mi viejo”, dice Sergio. No pudo ser, por ahora, no pudo ser.
“Cuando Alfredo Vega murió, los hijos de su otra familia cambiaron el candado de la imprenta de Lomas del Mirador, impidiéndole a Lorena, Sergio y Federico volver al taller de su padre”, informa una voz en off ya en la segunda mitad de la película. Ese trauma, que está en el centro de la obra de teatro, está desplazado en el film, que cuenta también lo que los chicos Vega -impulsados por Lorena- pudieron hacer con eso.
Como poniéndole un moño a este acto de reparación, es mamá quien pone plata para imprimir el libro, donando unas cadenitas de oro, otra herencia, en vida, que sirve para consolidar esa memoria.
El libro se presentó -eso también se ve- en la Federación Gráfica Bonaerense, donde Sergio muestra con orgullo su carnet de afiliación. Con papá o sin papá -con papá Y sin papá- los imprenteros han vuelto a imprimir. Acá está el libro y acá están las fotos que el amigo retocó para hacer que cada uno de ellos estuviera, por lo menos en la ficción, dentro de ese taller que ya es un mito privado.
“Entramos a la imprenta de nuevo pero entran todos ahora”, dice Federico hacia final. Los milagros de la conciencia, del arte, del amor.
Ficha
Cuándo: Sábados de agosto a las 22 h.
Dónde: En el auditorio del Museo de Arte Latinoamericano (MALBA), Avenida Figueroa Alcorta 3415.
Entrada: General, $3000. Estudiantes y jubilados, $1500