Los demócratas decidieron que, si no pueden hacer que la nación le tema a Donald Trump, quizá puedan persuadir a los votantes de hacerle burla.
Por más de cuatro años, con el presidente Joe Biden al frente, el partido promovió la idea de que Trump es una tremenda amenaza: poderoso, despiadado y, si no invencible, por lo menos muy resiliente, como una especie de mutante de tiras cómicas capaz de levantarse una y otra vez.
Luego, en dos noches animadas de la convención demócrata en Chicago, el 19 y 20 de agosto, líderes antiguos y actuales del partido intentaron una nueva táctica. Optaron por burlarse de su enemigo, y fueron implacables y despiadados en su cometido, casi siempre entre risas.
Este cambio pareció centrarse en una de las vulnerabilidades más conocidas de Trump: si hay algo que no puede soportar es que no lo tomen en serio.
El martes 20 de agosto, Michelle Obama, la ex primera dama que en cierta ocasión hizo el famoso comentario “cuando son mezquinos, nosotros actuamos con decoro”, acribilló a Trump, criticando la obsesión del Partido Republicano con la acción afirmativa y su encarnación más reciente, el concepto de diversidad, equidad e inclusión. En manos de Obama, Trump, el hijo de un desarrollador inmobiliario adinerado, fue quien se dio el lujo de “aceptar el fracaso para lograr éxitos futuros” gracias a “la acción afirmativa de la riqueza generacional”.
“Si nos topamos con una montaña, no esperamos que haya una escalera eléctrica esperando para llevarnos a la cima”, comentó, con lo que hizo recordar a la audiencia la escalera dorada de Trump en su torre de Manhattan.
Obama pareció disfrutar el momento. “Durante años, Donald Trump hizo todo lo posible para lograr que la gente nos temiera”, planteó, pues “su visión limitada y estrecha del mundo le hizo sentir que dos personas trabajadoras, exitosas y con un alto grado de estudios, que casualmente eran negras, eran una amenaza para él”.
Luego vino el remate: “¿Quién va a decirle que el empleo que quiere obtener tal vez sea uno de esos que son para negros?”. Mató dos pájaros de un tiro: se burló de Trump no solo por decir en un torpe intento por atraer votos negros el mes pasado que los inmigrantes se estaban quedando con “empleos para negros”, sino también porque podría perder ante una mujer negra, que pertenece a una categoría de seres humanos de segunda a la que Trump desprecia.
Pero su esposo fue quien dio el tiro de gracia esa noche, cuando se burló de “un multimillonario de 78 años de edad que no ha dejado de gimotear por sus problemas desde que bajó por su escalera dorada hace nueve años”.
“Apodos infantiles”, continuó Barack Obama, “teorías conspirativas chifladas, su obsesión extraña con el tamaño de las multitudes” y al decirlo, puso sus manos al lado del micrófono, separándolas y acercándolas hasta dejar solo unos centímetros entre ellas. Volteó a verse las manos, hizo una pausa y luego dejó que la multitud sacara sus propias conclusiones sobre lo que había querido decir.
Y justo eso hicieron, con carcajadas sonoras y sugestivas, todas dirigidas al hombre que, en otras ocasiones, los demócratas han descrito como el destructor de la democracia, alguien que podría ponerle fin a Estados Unidos tal como lo conocemos.
Los Obama no fueron los únicos en el escenario de la convención ni son los únicos miembros del Partido Demócrata que han denigrado a Trump. Incluso antes de que fuera seleccionado como compañero de fórmula de la vicepresidenta Kamala Harris, el gobernador de Minnesota, Tim Walz, ya describía lisa y llanamente a los republicanos de la era de Trump como raros.
Y los Obama no fueron los únicos que parecían decididos a sacar de quicio a Trump. El gobernador de Illinois, JB Pritzker, heredero de la fortuna del hotel Hyatt y cuyo apellido se ve por toda el área metropolitana de Chicago, atacó uno de los motivos de orgullo más preciados del expresidente (y también uno de los secretos que guarda con más esmero): su riqueza.
“Créanme, lo digo porque soy un multimillonario verdadero”, afirmó Pritzker, “Trump solo es rico en estupidez”.
La frase resultó todavía más punzante porque subió al escenario después de que el senador Bernie Sanders, independiente de Vermont, había dedicado gran parte de su discurso a atacar a “la clase multimillonaria”. Para Pritzker, fue una etiqueta que no tuvo ningún problema en aceptar, siempre y cuando fuera a costa de Trump.
Los republicanos tuvieron una especie de respuesta. La campaña de Trump dio a conocer un comunicado que ignoró las burlas y se apegó a su consigna de ataque de que “Kamala Harris es una radical prodelincuentes”. Antes de que Obama diera su discurso, Michael Whatley, presidente del Comité Nacional Republicano, había respondido en anticipación a las críticas, evidentemente sin prever a dónde iría el expresidente, ni con sus palabras ni con sus manos.
“Los demócratas quieren evocar recuerdos de 2008″, escribió Whatley, “pero no es el Partido Demócrata de Barack Obama. Kamala Harris es una liberal todavía más peligrosa”.
Y así, todo cambió. Los republicanos se convirtieron en el partido que advierte acerca de los peligros inminentes que vendrían con la victoria de sus oponentes.
Los demócratas solo rieron.
c.2024 The New York Times Company