La mente puede engañarnos; el corazón no. Cuando la abrazó por primera vez percibió su aroma. Era nuevo: jamás lo había sentido. Y sin embargo le resultaba familiar, como si lo hubiera acompañado desde siempre. Olía a niñez robada, a juegos nunca compartidos, a adolescencia perdida. A un “te amo, hijo” jamás escuchado. Olía a comida casera, a abrigo, a hogar. Olía a su mamá.
Alejandro Martín Pérez Guahnon tenía 33 años cuando abrazó por primera a Nélida Isabel Benítez, su mamá. Y contaba con apenas unas horas de vida cuando -con engaños, mentiras y una cadena de complicidades- se lo llevaron de una clínica de Posadas, Misiones, para el desconsuelo sin medida de esa joven mujer. Lo robaron.
Empezaría entonces una historia propia de una serie dramática, de las que están en cualquier plataforma. Pero con una salvedad: aquí no hay nada de ficción. Es la triste realidad de muchísimos niños robados del norte de la Argentina, que se hacen adultos desconociendo su verdadera identidad, víctimas de un negocio millonario cargado de las complicidades de un sistema perverso. Y es también la realidad de esas madres y esos padres que buscan a sus hijos, ante el olvido del Estado, el desamparo de la Justicia y la desatención de la Policía.
Alejandro terminaría publicando un libro con todo lo vivido, 33 años en 48 horas, cuya versión digital es gratuita. Porque al fin, este comerciante de Villa Crespo procura descubrir una situación que suele pasar inadvertida a los ojos de la sociedad. “Quiero que a partir de mi historia estas cosas no sigan pasando. Esto se tiene que acabar. El robo de identidades es una de las peores cosas que pueden pasar en la historia -le dice a Infobae-. Y también cuento el poder de una madre para encontrar a su hijo. Porque nunca nada la detuvo. El amor ayuda a romper cualquier frontera y encontrar lo más preciado”.
—Vayamos al inicio. ¿Creciste sabiendo que eras adoptado?
—Sí, siempre lo supe. Es más: no recuerdo el día en que me dijeron: “Sos adoptado”. Para mí, era algo natural.
—¿Cómo era la casa de tu infancia?
—Una casa normal, donde tuve apoyo familiar de mis abuelos, mis tíos, mis primos, y un trato muy lindo, siempre. Tengo dos hermanos adoptivos: Gabriel y Denise. Somos tres; yo soy el del medio.
—¿Cada adopción fue por separado?
—Exacto. Primero adoptaron a Gabriel, también en Misiones. Al año y medio, en 1987, me adoptaron a mí. Y a los tres años nació Denise: ella es hija biológica de mis padres adoptivos. A mis 18 años tengo el recuerdo de estar sentado en mi habitación y ver a mi mamá entrar abrazando una carpeta: “Siempre te quiero contar la verdad”, me dice, llorando. Como no quería verla así, y como yo tampoco estaba preparado, le dije: “No me interesa saber quién es mi familia biológica. Llevate esa carpeta”.
—Sabías que habías sido adoptado, pero no la forma.
—Exacto. Hoy entiendo que fue una apropiación.
—¿Y cuándo iniciaste la búsqueda por saber cuál era tu familia biológica?
—Cuando fui papá. Cada vez que hacía algún estudio clínico o análisis de sangre, me preguntaban por antecedentes genéticos: si tenía algún familiar con alguna enfermedad congénita o muerte súbita. Pero nunca se me había ocurrido preguntar. Hasta los 28 años, en uno de los primeros estudios de mi hija, me consultaron por los antecedentes genéticos y muerte súbita. Y me quedé helado… Ahora me lo preguntaban por mi hija, no por mí. Entonces me tiré de cabeza a esta aventura.
—¿Y le pediste la carpeta a tus padres adoptivos?
—Sí. El domingo 11 de abril del 2021 fui a la casa de mi mamá y le pedí la carpeta. Ya no tenía miedo por lo que me iba a encontrar. Pero tampoco imaginé que me iba a encontrar todo esto…
—¿Te la dio sin problemas?
—Sí, sí, sin problemas. Ya veníamos hablando un poco del tema de la carpeta, pero nunca se la había pedido.
—¿Y nunca le habías preguntado qué tipo de adopción habían realizado?
—No, nunca. Siempre supe que había sido una adopción legal. En ese momento las adopciones eran por escribanía pública: uno se presentaba, se anotaba, y una asistente social buscaba a una madre que no pudiera hacerse cargo de su hijo. De esa forma, los adoptantes tenían que mantener a la madre biológica por medio de la asistente social, hasta el nacimiento del chico. Después, y hasta los seis meses, venía el período de guarda. Y luego un juicio por la adopción plena, en ese momento con la antigua Ley de Adopción. Con mi hermano, se anotaron en esta lista y la asistente social los llamó: “Hay un chico que va a nacer en tal fecha, necesito que vengan unos días antes para ayudar a la madre y hacer los papeles”. Viajaron a Posadas, lo adoptaron; no hubo ningún inconveniente, volvieron a Buenos Aires. Al año y medio esta misma asistente social llamó nuevamente a mis padres adoptivos, el 16 de diciembre (de 1987), a las 12 del mediodía; yo nací a las 10 de la mañana. Le dijo a mi padre que había nacido un chico, y que la madre biológica no podía hacerse cargo porque era pobre.
—¿Esto es lo que te contaron tus padres adoptivos?
—Sí. Y cuando abrí la carpeta, encontré que hubo un juicio por la adopción plena. Pero también vi una denuncia de mi madre biológica contra la asistente social. Y también un artículo del diario El territorio, de Misiones: “Resuelven que un niño continúe viviendo con sus padres adoptivos a pesar de que su madre biológica realizó una denuncia con el fin de recuperarlo”.
—¿Tus papás entendían que la adopción, hecha así, estaba mal?
—Es que no sé si estuvo mal, porque la adopción fue por escribanía pública. La que me robó de la panza de mi madre fue la asistente social. La adopción plena tardaba en salir, y recién al año y medio ellos se enteraron que había una denuncia por mi devolución.
—¿En la carpeta estaban los datos de tus padres biológicos?
—Tenía la denuncia de mi mamá biológica, con su nombre, apellido y número de DNI. También el certificado de nacimiento: estoy anotado como hijo biológico de Nélida, y adoptado por Esther y Alberto. Me encontré con todo eso.
—Y también te encontraste con unos padres biológicos que lucharon por vos.
—Sí. Eso fue lo primero que vi.
—¿Y qué te pasó con eso?
—Fue un tsunami de emociones. No creía que todo esto era real. En la denuncia decía que (mis padres) eran pobres, indigentes, y no podían hacerse cargo de mí. Hasta que una jueza determinó que yo tenía que vivir con mis padres adoptivos porque eran gente de bien, pudiente, con un trabajo fijo, y entonces podían hacerse cargo de mí. Mandaban asistentes sociales a Buenos Aires y a Posadas. Y allá, en Misiones, decían que mi madre ya tenía cuatro hijos, que no estaba casada con mi papá, Ramón, que eran pobres, que tenían una casa muy precaria, y que entonces, no podían hacerse cargo de mí.
—¿Sos el menor de cinco hermanos?
—Nélida tuvo primero a Gonzalo y a Carolina, y después tuvo a Micaela y a Gisele con otro hombre; son dos padres distintos. Después conoció a Ramón y me tuvieron a mí. Mi mamá tenía fecha para el 18 de diciembre de 1987, pero el 15 Ramón no estaba con ella. Entonces mi tía biológica, la hermana de Nélida, la acompañó a un centro cívico con la idea de buscar un bolsón de comida. Cuando entraron, estaba esta asistente social: les dijo que no había bolsones, que volvieran a su casa. Cuando volvieron, a los pocos minutos la asistente social toca la puerta y le empieza a preguntar a mi mamá: “Te veo sola. ¿Quién es el padre? ¿Quién está a cargo de todos estos chicos?”. Ella le cuenta que en ese momento el padre no estaba, y que no podía ir a la clínica a que yo naciera porque no tenía con quien dejar a los chicos. La asistente social le dijo que la podía ayudar, que fuera con ella, que la llevaría a una clínica privada. Y terminó yendo a la Clínica Posadas.
—¿Y es la asistente social quien te roba?
—Sí, con complicidad de mi tía biológica. Nazco a las 10 de la mañana, y lo primero que le dicen a mi madre es que yo había muerto. Ella no lo creyó, y empezó a hacer disturbios, a llamar a las enfermeras, a la asistente social. Después le dijeron que había nacido con una malformación en las piernas y que tenían que trasladarme de urgencia a Buenos Aires para una operación, y que me traerían nuevamente. Le hicieron firmar un papel, que no le dejaron leer. “Es para el traslado de Alejandro”, le decían. Y la amenazaban: “El avión va a salir ya; si no firmás, Alejandro no va a poder viajar”. La obligaron a firmar.
—¿Las enfermeras fueron cómplices de esa situación?
—Sí. Toda la clínica fue cómplice.
—Tu mamá no sabía que estaba entregando a su hijo en adopción.
—No. Nunca lo supo. Cuando le dijeron que yo tenía un problema, dijo: “Quiero verlo”. Pero la asistente social le hacía la cabeza: “No. Alejandro tiene que viajar ya”.
—¿En algún momento le hicieron alguna promesa o intercambio económico?
—No. Nunca.
—¿Y a tu tía?
—No lo puedo dar por sentado. No puedo afirmarlo. Lo único que sé es que el mismo año en el que yo nací, a mi tía le entregaron una casa y un puesto en el Gobierno, en ese mismo centro cívico.
—¿Tus padres adoptivos pagaron por esa adopción? Más allá de la adopción directa, que en ese momento existía, pagar era ilegal.
—Lo que sé, porque está en los papeles, es que tuvieron que pagar la clínica, el servicio de esta asistente social y algunas cosas más. Entonces sí, hubo alguna especie de intercambio de dinero. El recibo de la clínica, que en ese momento estaba en australes, lo tengo.
—¿Y tu mamá, cuándo empieza a reclamarte?
—Nélida, mi madre, después me cuenta que la asistente social desapareció. La dejó en su casa el viernes 18 y ni siquiera le dijo chau; fue muy agresiva la despedida. Ahí mi mamá se empezó a dar cuenta de que había algo medio raro. Esa misma tarde llegó Ramón, mi papá, y le preguntó por mí: “No creo nada”, dijo, cuando le contó del traslado a Buenos Aires. Fue al centro cívico a buscar a la asistente social, que le mostró unas denuncias contra mi madre: su expareja, o sea, el padre de mis hermanas, y mi tía, la que me había entregado, denunciaban que era una mala madre, que dejaba a los hijos solos.
—Ramón no firmó ningún papel para darte en adopción.
—No, pero tampoco estaba casado, entonces la Justicia le decía: “Usted no es nadie”. Lo que hicieron fue casarse, para que Ramón pudiera tener más peso en la causa.
—Se casan para luchar por vos. Y además hacen todo judicialmente, que es muy difícil, sobre todo cuando uno está en una situación vulnerable.
—Sí. Mi mamá iba todas las mañanas a ese centro cívico y reclamaba hasta que cerraban las puertas, pero no le daban respuesta. Era como reclamar contra nadie, a un muro de ladrillos. A la asistente social no la vio nunca más en ese centro cívico. Y todos los días, antes de volver a su casa, mi mamá iba a la comisaría a pedir por mí. Le tomaban las denuncias pero no llegaban a ningún lado. Hasta que un día un policía la sigue. La empuja a un callejón y le dice: “Señora, yo no puedo verla así. Le voy a contar una cosa pero necesito que no me nombre porque puedo aparecer muerto”. Le dijo que su denuncia la tenían cajoneada en el Juzgado Número 4, a cargo de una jueza, y le dijo: “El chico está en Buenos Aires, en esta dirección. Y los padres son estos”. Los nombres no terminaron siendo los de mis padres, pero eran muy parecidos. Mi mamá va al juzgado, pide por esa jueza, le dicen que no está. Ve su nombre en la puerta de un despacho y se manda: “Señora jueza, usted tiene cajoneada mi denuncia. Esta asistente social me robó a mi hijo”. Lo primero que le dice la jueza es: “¿Quién te dio tanta información? ¿Cómo sabés tanto vos?”. Empezó a prepotearla: “¿Vos sabés quién es la señora que está ahí, atrás tuyo?”, le dice. Mi mamá ve a una señora tirada en un sillón, como descansando. “Ella estuvo con vos en la escribanía, firmando la adopción de tu hijo”. “¡Yo no firmé ninguna adopción!”, le responde. Entra Ramón al despacho, el ambiente se pone medio tenso. “No tenés idea con quién te estás metiendo. Voy a meter preso a tu esposo si seguís reclamando”. La sacaron del juzgado y nunca más la dejaron entrar. A partir de ahí, todos los días mi mamá se arrodillaba en la puerta del juzgado y se ponía a rezar por mí. Era lo único que podía hacer porque nadie la atendía: ni en la comisaría, ni en el juzgado, ni en el centro cívico.
—¿Quién era la señora que estaba sentada?
—Era otra jueza que, se supone, fue la que la acompañó a firmar en la escribanía. Sobre esto, les pregunté a mis padres adoptivos si vieron a mi madre biológica firmando en la escribanía y me dijeron que no, que no había nadie.
—¿Sigue viva la jueza?
—No lo sé. Hace dos años fui a entrevistar a tres de mis tíos que estuvieron implicados en todo esto, y me comentaron que no saben nada de la jueza, que ni siquiera la conocen. Y de la asistente social, primero me dijeron que estaba internada, que estaba muy vieja, que ya no podía hablar. En la misma charla después me dijeron que estaba muerta. Y después me comentaron que la habían visto caminando por la calle. Fue todo tan raro…
—Volvamos al momento que abrís la carpeta y encontrás que había una mamá buscándote.
—Sí. Eso fue lo primero que vi. Ya no sabía cuál era la realidad: había unos papeles que me estaban diciendo que me estaban buscando, pero en mi cabeza yo tenía otra historia. Ahí comencé esta investigación yo solo.
—¿Cuánto tardaste en conocer a tu mamá?
—El libro se llama 33 años en 48 horas porque estuve 48 horas, desde las 11 de la mañana del 12 hasta las 11 de la mañana del 14, que tuvimos nuestra primera videollamada. Pasé dos días sin parar buscando nombres y apellidos de mis hermanas por redes sociales. La primera videollamada fue un momento único: sentía que estaba hablando con alguien que conocía de toda la vida. Y la veía y era igual a mí. Toda la vida la gente me hizo notar las diferencias físicas con mi familia, porque son todos rubios de ojos claros y yo era el único morocho. Era muy claro que había sido adoptado. Esa primera comunicación fue muy pobre porque no había mucha señal, pero cuando le empiezo a decir mi nombre, Alejandro Martín, ella me dice: “Sí, ya sé. Te buscamos con los dos nombres, hacíamos oraciones por vos, viajamos a Buenos Aires”. Me empezó a contar todas estas cosas y era mucha información.
—La encontraste, la llamaste y le dijiste: “Hola, Nélida, soy…”.
—Sí. Antes de esto tuve un chat con mi hermana Gisela: “Mi nombre es Alejandro Martín. Estoy buscando a Nélida Isabel Benítez. Creo que es mi madre biológica”. Y ella me dice: “Sí, es mi mamá. Te estuvimos buscando durante mucho tiempo”. Y me dijo muchas cosas: “Mamá viajaba a Buenos Aires a buscarte apenas naciste. Fueron muchos viajes, de ida y vuelta”. Me comentó que fue a un edificio, que me buscaba en un colegio, en una plaza.
—Y a partir de tu hermana, arreglás el encuentro con tu mamá.
—Sí. Me dijo: “Acaba de llegar mamá. Está muy nerviosa, estamos tratando de que se calme un poco”. A los dos minutos me avisa: “Bueno, ya está calmada”. En ese momento me dio miedo, sentí pánico: “Tengo que hablar con ella y no sé qué decirle”. Se me puso la mente en blanco. Tuvimos la primera videollamada. Y me contó que cuando toda la familia se juntaba a comer, dejaban un lugar en la mesa, como si estuviesen esperando a que yo llegara. Y antes de comer, ella rezaba: “Dios, acortá el camino que me separa de mi hijo Alejandro Martin”. Y ese rezo lo dijo cada día de su vida.
—¿Y ahí empezaron un vínculo?
—Sí. Hablábamos todo los días, todo el tiempo. Y empecé a escribir todas estas cosas que me pasaban porque era mucha información la que me llegaba, y tenía que ir procesándola de a poco.
—¿En algún momento te enojaste con tus padres adoptivos?
—Sí. Me enojé. No me animaba a hablar con ellos. Hasta que cuando fui cerrando la historia y todo recaía sobre ellos, tuve que enfrentarlos y preguntarles todo.
—¿Qué les preguntaste?
—Si la conocían a mi madre. O qué se acordaban: cuándo habían viajado, qué había pasado en ese viaje, si habían visto a esta asistente social, si habían conocido a mis tíos, si vieron a mi madre en la clínica. Yo tenía todas esas preguntas
—¿Qué te dijeron respecto al juicio posterior, en el que Nélida intentaba recuperar a su hijo?
—Viajaron a Posadas y se juntaron con la jueza. Les contó que había aparecido mi padre biológico, y que le decía a mi madre biológica: “¿Cómo vas a entregar al chico y no pedís una plata por esto?”. Y que por eso me estaban pidiendo de vuelta. Lo importante era que no se juntaran mis padres adoptivos con mis padres biológicos.
—¿En estas búsquedas que tus padres biológicos hicieron en Buenos Aires, nunca se vieron?
—Este policía le da una dirección a Nélida, mi mamá: avenida La Plata 555. Yo recuerdo que viví en esta dirección, en el piso 13. En el primer viaje, Nélida va y habla con el encargado: “Acá viven dos chicos que los trajeron de Paraguay”. “No. A mi hijo me lo robaron acá, en Argentina”. La esposa del encargado se compadece de mi mamá y la acompaña al piso 13. Una mujer abre la puerta: “Ella es la madre del chico que acaban de adoptar”, le dice la encargada, pero le cierra la puerta en la cara. Nélida no llegó a verla, pero al parecer, era mi abuela adoptiva, que murió antes de que pase todo esto. Entonces, nunca pude preguntarle nada a mi abuela.
—¿Les creés a tus papás en la historia que te cuentan?
—Sí. Estuvieron en un lugar muy difícil. Cuando mi madre biológica va al juzgado a reclamar por mí, empezaron a aparecer otras mujeres que también estaban pidiendo por sus hijos, que habían sido robados por esta misma asistente social.
—Es toda una situación muy turbia, de mucha vulnerabilidad por parte de tus padres biológicos, de mucho desamparo legal. Por eso te preguntaba si les creías o no a tus papás adoptivos.
—Sí. La respuesta es sí, les creo. Lo que les pregunté, lo que me cuentan, les creo. Capaz hay cosas que no estoy preguntando y no me están respondiendo…
—Pueden ser muy dolorosas.
—Puede ser. Pero lo que yo tenía que preguntar, sí. Y todos los caminos me llevaron a esta asistente social, y a la jueza, y a sus jefes, a quienes están ahí, con todo esto. Porque claramente una persona sola no puede ingresar a una clínica y mover todo un sistema para vender tan impunemente a un bebé recién nacido. Tiene que haber una fuerza mayor ahí.
—¿Nélida perdonó a tus padres adoptivos?
—Habría que preguntarle a ella. A Nélida le tuve que explicar que mis padres adoptivos no fueron los que me robaron, sino que fue la asistente social, esta organización. Y a mis padres adoptivos tuve que explicarles que me robaron: “Capaz vos no me robaste, pero fui robado. A mí me robaron la identidad, me apropiaron. Vos me adoptaste legalmente, pero en el medio hubo un robo”, le dije a mi papá.
—¿Nélida y tus padres adoptivos, se encontraron?
—Sí, Nélida y mi mamá se conocieron.
—¿Y cómo fue?
—Cuando ya estaba todo más calmado, cuando pude hacer entrar en razón a las dos y entendieron un poco más la historia, tuvimos una cena en mi casa. Hay un video, con el abrazo de ellas dos.
—¿Desde lo legal, no quisiste hacer nada?
—No puedo hacer nada. La Justicia dice que mi causa prescribió. Y no tengo contra quién ir. A mucha gente que está buscando a sus hijos y quiere hacer la denuncia, le dicen: “No, la causa ya prescribió porque el chico o la nena debe tener más de 10 años, entonces no se puede hacer nada”. Y es mentira, porque un crimen de lesa humanidad no prescribe. Pero bueno, vas a un lugar donde te dicen eso, ¿y qué podés hacer?
—¿Crees que esto sigue pasando en nuestro país?
—Sí. Totalmente. Sigue pasando. Pasó con Loan: es exactamente lo mismo, de la misma forma, la misma modalidad. Una tía que la usan de campana como entregadora a una asistente social, del Estado o como quieras llamarlo. En el caso de Loan, un nene de cinco años.
—¿Te llegan denuncias a partir de que contaste tu caso?
—Sí, muchísimas, porque hay gente que no sabe a quién recurrir, a quién denunciar. Entonces, me lo cuentan a mí. Son chicos que buscan a sus padres, y también padres que buscan a sus chicos. Es muy duro escuchar las historias porque todo funciona con la misma modalidad. Encima, me dan nombres de asistentes sociales. También me nombran muchísimas parteras. Pero es una organización.
—¿De la adopción de tu hermano sabés algo?
—No. Él no quiso buscar su historia, sus raíces.
—¿Cómo siguió tu vínculo con Nélida?
—Muy bien. Elegí adoptar a mi familia biológica como familia del corazón. Y desde el día uno les digo “mamá”, “papá”, “mami”, “papi”. Los trato como si hubiésemos tenido vínculo toda la vida. A mis hermanos también.
—¿Viajás a verlos?
—Siempre. Dos o tres veces por año, por lo menos. Hace unas semanas que volví. Tenemos un vínculo muy lindo. Siempre me esperan ahí, para comer. Siempre nos juntamos a hacer un asado.
—¿Cómo fue el primer encuentro en persona?
—Muy intenso… La primera comunicación la tuvimos el 14 de abril y recién el 28 viajé. Necesitaba verlos, saber que esto era real. Nélida y Ramón viven juntos en las afueras de Posadas. No se separaron nunca más. Fui con el auto. A mí me temblaba todo el cuerpo, transpiraba. Llegué al barrio, que es de calles de tierra, y me perdí. Veo un auto: era Gonzalo, mi hermano. “¿Ale?”, me dice. “Sí”. “Seguime”. Me guió hasta la casa. Estaba todo oscuro, pero me acuerdo que vi la silueta de mi madre, y la de un señor alto, que era claramente mi papá, que vino corriendo y nos dimos un abrazo…
—Se lloraron la vida.
—Y… lloramos mucho. “Gracias por todo lo que me buscaron, por haberse ocupado de mí”, le dije a mi papá. Después fui con Nélida y también la abracé. Y me pasó algo… Siempre algo tuve especial con los olores: reconozco las cosas por los olores. Y cuando la abracé, mi mamá no llevaba perfume, y tenía un olor especial. Y dije: “Esto yo lo olí toda la vida. ¿Cómo puede ser? Si a ella nunca la vi en la vida”. Debe ser algo de la piel, de la esencia… Ese abrazo fue interminable. Y fue muy fuerte.
Cuentan que ese abrazo que se demoró 33 años, ya terminó. Pero Nélida y Gustavo todavía no se sueltan. Ya nunca lo harán.