Primero de diciembre, el año tenía los días contados. La ‘impúber’ columna “Arturo Ruiz” de las Farc, también.
A solo una semana de iniciados los combates en Berlín, la debacle parecía acelerar con unas cifras que se proyectaban funestas para las huestes rebeldes: 11 capturas, 21 deserciones y 26 muertos.
Faltando poco para que las velas iluminaran el 7 de diciembre en el mundo, al ocaso de uno de tantos días repetidos, gélidos, opacos por la neblina, en lo alto de Tona, Santander, una facción de famélicos muchachitos llegó hambreada hasta donde el ranchero del Batallón de Contraguerrillas Nº 50 raspaba la pega de una olla de arroz que había saciado el hambre de los lanzas en batalla.
Cuando aquella parvada de pela’os vio las maltrechas pailas de aluminio arrugadas de tanto arriarlas en los morrales de la tropa, se lanzaron en picada como águilas en cacería, en busca de los pocos granos que quedaban.
Se atragantaron con unos cuantos pedazos de tocino dispersos en el recipiente. Usaron como cucharas trozos de las arepas frías que sus adversarios del Ejército habían dejado del desayuno.
Bajaban cada mordisco con agua y seguían comiendo con desenfreno. Jamás habría de olvidar esa imagen dolorosa.
Habían sobrevivido a un intenso combate en el “Cañón de Cachirí”, área rural de Suratá, justo donde otros 13 de sus compañeros de la “Arturo Ruiz” cayeron abatidos.
Sobrevivieron a 8 días de hambre, al zumbido de los fusiles y al peor de todos sus enemigos: el frío paramero.
Algunos no tenían definido el tono de voz aún. Se les iba y venía en una pésima sinfonía gutural que evidenciaba que ni siquiera sus cuerdas vocales habían madurado. Eran unos escuálidos varones en tránsito, viviendo su peor pesadilla ‘jugando’ a ser guerreros de verdad.
Una joven mamá cayó por ahí…
El hambre calmó el dolor ese día. Pero lejos, a más de 800 kilómetros, en San José del Guaviare, una bebé de apenas un año de nacida quedaba sin mamá. No es preciso, pero cayó en alguna parte del extenso territorio de Berlín por un disparo que le perforó la frente para que *Mariana jamás pudiera conocerla.
El miércoles, con 24 años, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, UBPD la llevó hasta el sitio donde Blanca Caballero, la administradora del campo santo, creyó sentir la presencia de esa mujer, una de las tantas voces que recuerda ha escuchado de manera constante en aquel recoveco de almas que es el cementerio de Campo Hermoso.
“Ella llegó y estuve segura que su mamá estaba en esa bóveda, lo sentí. Les dije a los encargados de la búsqueda que abrieran ahí, algo me decía que era ahí donde estaba…
“Es que al poco tiempo de estar aquí, en las oficinas, cuando me quedaba sola por las tardes, siempre sentí que me hablaban, que me pedían ayuda. Estaba que me volvía loca. En estos terrenos hay almas que no han tenido descanso. Hasta que un chamán llegó en busca de algo y me dijo que yo podía ayudar a muchas personas a entornar la calma, a establecer esa conexión perdida”.
La incredulidad en sus afirmaciones duró poco. En aquella fosa reposaba un par de botas de caucho, una prenda íntima de mujer, un arnés, un fiyat… y los huesos de la mamá de Mariana.
La carta dental fue precisa cuando hicieron el cotejo. La necropsia que indicaba que su partida la produjo un disparo en la frente.
Entonces solo lloró. Se mantuvo cerca de la cripta sin decir nada, mientras la antropóloga armaba las piezas del cuerpo que alojó a Mariana durante nueve meses, ese con el que solo tuvo un año de contacto.
Blanca, la administradora, dice que incluso percibió a la mamá de Mariana detrás de ella mientras ordenaban los restos.
“No me pregunte cómo pasa, solo lo sé, lo siento...”.
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