“¿Querés saber qué se siente?”, pregunta Alejandro Montagna antes de bucear en un silencio que le permite encontrar el ejemplo más próximo a una situación que cualquier persona “normal” ni puede imaginar. ¿Cómo es saltar desde la puerta de un avión que viaja a 600 kilómetros por hora a una altura de 12.500 metros y caer como caería un meteorito durante cuatro minutos que podrían ser siglos, en medio de la noche helada?
Junto a Marcelo Vives, también argentino, y el estadounidense Tylor Flurry, Montagna y sus amigos acaban de batir un récord mundial tan extremo como insólito: se convirtieron en los tres paracaidistas que saltaron en caída libre desde mayor altura en un vuelo nocturno en la historia de la humanidad. Y pusieron sus pies sanos y salvos en la tierra para contarlo.
Todavía atrapado por la adrenalina, Alejandro reitera la pregunta para dar pie a la respuesta. ¿Qué se siente? El ejemplo es gráfico: “Es como estar con tu cuerpo apuntándole al planeta a la velocidad de un bólido y tirar freno de mano a 20 segundos del impacto”. Y zafar.
Eso fue lo que hicieron los aventureros argentinos esta madrugada sobre el cielo de Memphis, Tennessee, Estados Unidos. Corrían el riesgo de que cualquier detalle, por mínimo que fuera, saliera mal y eso desencadenara, sencillamente, en sus muertes. Lograron que todo resulte, según lo planeado, en un trabajo que empezó hace un año, que requirió de una inversión inmensa de dinero y de una preparación física estricta.
Cerca de las dos de la madrugada hora argentina saltaron de un poderoso avión que viajaba a casi 600 kilómetros por hora por la estratósfera, y volaron hacia la Tierra a la velocidad de un Fórmula 1, hasta abrir finalmente el paracaídas apenas a 1.500 metros de estrolarse contra el piso. “Una altura prudente para ver dónde carajo estás”, sonríe Montagna.
Cuando todo estuvo bien los paracaidistas sintieron que una energía volcánica corría por sus cuerpos: la alegría de haber cumplido el objetivo. El honor de tener un nuevo récord mundial y entrar en el Libro Guinness de los Récords. La dicha de haber conquistado algo que ningún otro ser humano que habitó el planeta desde el inicio de los tiempos pudo hacer.
Alejandro Montagna, ingeniero industrial con posgrado en Finanzas en Harvard, de 57 años, y Marcelo Vives, empresario agropecuario de 52, saben aprovechar el infinito del espacio sideral. Hace 25 años que viven obsesionados por experimentar una y otra vez la sensación de saltar en paracaídas y cada año fueron escalando en desafíos. Arrancaron jóvenes y se engancharon fuerte: ambos tienen récords de diferentes tipos de saltos. Tienen más de 11.000 lanzamientos.
¿Hasta dónde quieren llegar? “Hasta que el cuerpo diga basta”, responde Montagna, con un estado físico de un veinteañero. Pero una cosa es hacerlo desde los 2.000 ó 3.000 metros, que es la experiencia “normal” de los saltadores tradicionales -una caída de 45 segundos, tiempo suficiente para sentirse insignificante ante la inmensidad planetaria-, y otra irse hasta la estratósfera, enchufados a tubos de oxígeno y en un avión que parece un cohete porque puede subir hasta los 12.500 metros de altura en menos de lo que tarda la Línea B en unir las estaciones de Medrano y Leandro N. Alem.
“Y no sólo eso. ¡Aviones que pueden subir a esa velocidad hay varios, pero este es el único que podés abrirle la puerta en esas condiciones!”, exclama Alejandro. Claro. Nadie piensa que los paracaidistas saltan con el avión volando a toda velocidad. “Te escupe”, grafica Montagna.
En la estratósfera además es otra la presión. La temperatura registrada en la puerta del avión al abrirla durante el salto récord fue de 55 grados bajo cero. Al salir del avión la baja densidad del aire hizo que los paracaidistas aceleren hasta los 370 km/h lo que los expuso a una sensación térmica por debajo de los -100 grados. Para eso, los aventureros se calzaron un traje que les mantenía caliente el cuerpo a través de la conducción interna de electricidad.
El primero en saltar fue Alejandro Montagna. Para orientarse en medio de la oscuridad de una noche sin luna, el equipo colocó una baliza marina de rescate en tierra, visible desde los 12,5 kilómetros de altitud. Casi pegado a Montagna salió Marcelo Vives y luego Flurry. El equipo también lanzó fuegos artificiales desde abajo para que tuvieran referencias.
Así todo, los paracaidistas llevaban altímetros nocturnos, sistemas cibernéticos de apertura automática (para el caso de que alguno perdiera la conciencia en pleno salto) y en sus cascos tenían conectados dispositivos de alarma de baja altitud, GPS y cámaras de video. Además de los trajes, sus guantes y botas estaban calefaccionadas eléctricamente. Y cada uno llevó una máscara conectada a un equipo de oxígeno con un tanque con 10 minutos de autonomía. El salto en caída libre duró menos de cuatro minutos.
En el avión quedaron los pilotos Mullins y Turner y el especialista en O2 de gran altitud Paul Gholson, encargado de monitorear los signos de vida de los paracaidistas durante el ascenso hacia el punto del salto. Además del riesgo implícito en un salto de paracaidismo “normal”, los deportistas enfrentaban tres riesgos adicionales: la hipoxia (que a esa altura se dispara en apenas 10 segundos y expone a todos en el avión al desmayo inmediato), el síndrome de descompresión (si no se saca todo el nitrógeno en sangre antes del despegue el elemento en sangre a esa altura genera burbujas y produce embolias gaseosas, que son frecuentemente mortales), y la oscuridad de la noche, que complicabann el apunte del salto y las maniobras de aterrizaje. Por eso las balizas y los fuegos de artificio.
“La zona de aterrizaje estaba rodeada de bosques por los que cruzan dos líneas de alta tensión difíciles de ver en la oscuridad”, contó Marcelo. Para evitar el síndrome de descompresión el equipo se ajustó a los protocolos de la NASA y de la Fuerza Aérea de EEUU, y respetó los 35 minutos de respiración de oxigeno puro previos al ascenso, para eliminar todo el nitrógeno de la sangre y evitar morir de una o muchas embolias.
Ahora el récord mundial de salto Nocturno a Gran Altitud es de ellos. Se lo arrebataron a Andy Stumpf, quien el 26 de enero de 2019 había saltado de noche desde una altitud de 36.000 pies (aproximadamente 10.973 metros).
¿Se siente diferente la vida al caer a tanta velocidad? La pregunta era filosófica pero Alejandro eligió responder técnicamente: “No, pero usamos unos reguladores de oxígeno que hacen que te cueste exhalar. Es una sensación bastante fea, como tener una aspiradora en la boca pero al revés”.
Los paracaidistas tenían muy claro que el riesgo si algo salía mal era la muerte. “No somos boludos. No saltamos sin estar seguros que todo está en orden. Esto es un deporte extremo y el concepto de deporte extremo indica que el riesgo es morirte. Somos conscientes del precio que pagamos por esta aventura. Pero también muy responsables y si había una mínima condición de duda no hubiéramos saltado”, explica el ingeniero, padre de dos hijos de 25 y 23 años.
Saltaron en un horario especial porque fue el único momento para el que obtuvieron permiso. Es que recién a esa hora, en esa zona, no vuelan aviones comerciales. “Circulan a 10 mil metros acá en Estados Unidos y nosotros saltamos desde desde dos kilómetros y medio más arriba”, explica para entender la magnitud.
Ahora que cumplieron el objetivo los paracaidistas quieren ir por más. Sienten que el cuerpo y el espíritu conservan la energía necesaria. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué los lleva a arriesgar todo? Montagna lo sabe bien: “Cuando saltás del avión ves el cielo. El infinito del cielo. Y se te impregna la velocidad. La sensación de libertad es inigualable. Y podés apreciar lo chiquitos que somos en lo gigante del espacio”, reflexiona Alejandro, y cierra, satisfecho y emocionado: “En el cielo no hay referencias. Sos un puntito insignificante que viaja a toda velocidad”.