—Empecemos por el título del libro, es su pequeña gran teoría: Estoicismo de altura.
—Es una teoría basada en una imagen, la del Barón rampante de Italo Calvino. Una persona que decide treparse a la copa de un árbol y ver el mundo desde ahí. Yo digo: el estoicismo no es una resistencia y una exoneración del dolor. Es estar con los pies en la tierra y en todo lo que ocurre, pero tratando de tomar una distancia, una perspectiva, como quien mira el mundo desde las copas de los árboles. De ninguna manera implica un manual de autoayuda. Tampoco en el sentido de la arrogancia, sino desde la perspectiva. Tratar de meditar, de comprender en la medida de lo posible.
—Hay algo budista ahí también, la idea de despegarse del suelo.
—Ciertamente hay un punto de sintonía entre el budismo y esto del estoicismo. Solo que para mi mirada el budismo termina en un momento. Esto una generalización mía: es una especie de misticismo más bien inactivo, ¿no? Yo lo que concibo del estoicismo y de sus resurrecciones contemporáneas, es una acción, Es decir, somos libres, somos libres, ¿somos libres? Sartre decía “jamás fuimos tan libres como bajo la ocupación alemana”. ¿Cómo? “Y si: eras colaboracionista o ibas a la Resistencia, sos libre”. ¿Era complicado? Sí. El estoicismo, como costo del juego de la libertad.
—También hay un equívoco con la palabra. En general se asocia a soportarlo todo.
—Claro, yo traté de salirme de ese equívoco y de ese esquema. Porque no es soportarlo todo. Por ejemplo, para el estoicismo, para Séneca, la indignación es una pasión noble. Es diferente de la cólera. La cólera, dice Séneca, es una locura breve, impulsiva, que no te lleva a ningún lado, que no tiene estrategia. Otra cosa es la indignación. Hay motivos para la indignación. No es que se tolere cualquier cosa, Es como frente a las cosas que ocurren, controlo esa indignación de tal manera de generar algo. Por eso es una acción. Eso es una filosofía en acto..
—En el libro usted reflexiona sobre la muerte, la pandemia, el antisemitismo. Temas concretos. ¿Cuál es la conexión que encuentra entre esas cuestiones y este principio rector del estoicismo?
—Soy periodista en el sentido profundo y creo en el involucramiento con los acontecimientos, con lo que ocurre y en la información. Soy un creyente del valor de la información. Después hay interpretaciones diversas, entonces uno trata de ver lo que ocurre en el mundo. Por ejemplo, la pandemia ocurrió y se puede ver desde un punto general. Y la cuarentena ocurrió, pero se la ve desde un punto de vista personal, como fue transitada. Ahí hubo diversos fenómenos al margen del encierro, de cierta cuestión carcelaria. En Argentina pero no solo Argentina. Conocía gente, familiares cercanísimos que estaban circunstancialmente en otros lugares y allí se vio de otra manera. Padecí pérdidas durante la pandemia.
Pero a la cuestión vinculada concretamente a este movimiento filosófico es cómo asumimos esto que ha acontecido. Qué mirada tenemos, qué decisión tomamos. Una fue el acatamiento absoluto a todo lo que se ordenaba y otra cierta desobediencia, una cierta rebelión. Ese tipo de cosas… Y la muerte omnipresente. Para el estoicismo, la muerte es vida-muerte siempre. La muerte está ahí. Dice Marco Aurelio “te vas a morir, compórtate bien, te vas a morir tarde o temprano”. Ahí tenías la muerte muy presente ¿no? Eso motivó un resurgimiento de la palabra filosófica, muy fuerte y en diversos lugares. Fue un momento tremendo en donde el pensamiento, digamos, arraigó, se bajó un poquito de esa torre de marfil histórica e invitó a preguntarse ¿Qué hacemos con esto?
—Bueno, fue un momento en que el mundo pareció detenerse. Algo raro en una época de gran velocidad.
—Yo cito a un filósofo italiano muy interesante, Giorgio Agamben. El tipo estudió la locura en el medioevo y para eso se basó en los monjes de clausura. Los monjes de clausura se volvían locos porque cumplían ese voto y veían apariciones todo el día. Con eso armó una mirada de una psiquiatría medieval. Digamos, el encierro alucina. Se pone el mundo entre paréntesis. Además, había una pesadilla: algo que sale del vientre de un murciélago que te mata, es una pesadilla. Agamben decía “no hay que encerrarse, no se puede vivir de este modo”. Otros, como Jean-Luc Nancy, un filósofo francés, dice “Un momento. Yo tampoco me quiero morir ahora”. Brotó una palabra filosófica renovada estimulada, paradojalmente, por la cuestión de la muerte cercana y universal. Yo no sé si fue un fenómeno global de la misma dimensión e intensidad que la pandemia. Pero vos agarrabas un diario de Australia y estaban hablando de esto, y acá también, y en Londres también. El estoicismo es una mirada sobre la muerte, no necesariamente trágica. Tampoco necesariamente deseada: llegará en su momento. Configura ese par vida-muerte.
—Una más sobre la pandemia. Aquí en Argentina concretamente estuvo muy atravesada por una cuestión política. De hecho, sigue habiendo réplicas: las declaraciones de Martín Guzmán por ejemplo… ¿Qué mirada tenía en ese momento, que usted recuerde? ¿Y ahora? ¿Cree que era inevitable que estuviera cruzada por esa cuestión política, una división marcada, aquello que se popularizó como “grieta”?
—Padecí el sesgo político. Me parecía notarlo, percibirlo claramente. La instrumentación de la situación para obtener rédito político, que es lo que blanqueó Guzmán el otro día. En lo personal, sinceramente, yo lo veía justamente por el contacto con otras personas que me decían “mirá, yo estoy caminando por un parque, espero que no persiguen como al remero”. Ese tipo de cosas. Me parece que eso pudo haberse evitado. Es cierto que al comienzo hubo una gran incertidumbre, pero después eso se extendió, se pretendió intensificar y claramente estuvo de más. Yo conocía gente que estaba trabajando muy seriamente en el asunto y fue desoída.
El asunto es que uno se puso a pensar “¿qué hacemos frente a esto?’” Boccaccio escribió El Decamerón en medio de una pandemia, con gente encerrada en un convento. Y es un libro cuasi orgiástico. O Newton, que tuvo que partir de la universidad e ir a su casa. Y ahí entró a mirar que se caían las manzanas… ¿Bueno, qué hacer frente a esto tremendo que ha acontecido? Se puede inventar la vacuna o hacer un negocio sucio. Creo que al fin y al cabo, y tal como lo demuestran las cosas, elegimos mal. Se eligió usar eso. Vi también una cierta cuestión de vigilancia social, perseguidora. Enfermeras y médicos que trabajaban, volvían y no podían entrar a su departamento. Ahí también tenemos que pensar qué fue lo que ocurrió con eso: esa vocación interior de vigilar.
—Surgió con fuerza la palabra “libertad” y fue levantada como bandera por un determinado sector político que, durante y también luego de la pandemia, creció en adhesiones políticas.
—Si, hay una cuestión anecdótica que no lo es tanto. Mi hijo Nicolás, se preguntó en un posteo (había nacido su sobrina, mi nieta) “Si hoy nació mi sobrina, yo no la puedo ver. ¿Estará bien eso? Nunca tuvo tanta viralización. Fue una pregunta nada más. Lo liquidaron. Hubo burlas, después hubo reivindicaciones. Yo desobedecí: fui a ver a mi nieta, encontré la manera.
—En el libro está presente esa idea del observador que reflexiona: hay escenas de su vida cotidiana, en distintos lugares, y eso dispara las reflexiones. ¿Hoy en día ve, en la vida cotidiana, consecuencias de la pandemia en nuestro comportamiento social? ¿Algo cambió en nuestra vida como sociedad?
—Yo entiendo que sí, desde todos los puntos de vista, políticos, sanitarios, y de vinculación social. Un cierto repliegue. Una subjetividad cuidadosa vinculada más a espacios de seguridad y con menor interacción quizás. Y después el fenómeno de la digitalización de la vida, de las redes sociales que ponderamos, crecieron exponencialmente. En buena medida porque salir ya no era la única opción. Podés no salir y seguir estando.
—También hay menciones a personas concretas, filósofos o escritores, y en algunos casos causa gracia o curiosidad la adjetivación. Por ejemplo, califica a Harari como “un pensador superficial”.
—Si, lo pensé mucho antes, porque la verdad es arriesgado decir eso. Pero concretamente pensé en eso cuando él, en un momento, dice que el ser humano puede vencer a la muerte. Creo que eso es realmente superficial. Es el par vida-muerte. Harari es un historiador de la evolución del mundo, con un optimismo que es masivo y eso es elogiable, pero me parece que no termina de problematizar “el sentimiento trágico de la vida” para usar palabras de Miguel de Unamuno. Sobre todo porque entiendo que todo parte en derredor de esa concepción de que la tecnología lo resuelve todo o puede resolverlo casi todo. La vida no se resuelve, se desenvuelve y se despliega. Y mucho menos la muerte.
—También define a Zizek como “un boxeador de la filosofía”.
—Él sube al ring, digamos. Es exótico, estrafalario. Y esa provocación me parece que promueve el pensamiento de una manera bastante interesante. Va contracorriente, por momentos, dice algo así como que es marxista o algo por el estilo… Bueno, provoca y la provocación en el mundo del pensamiento, para mí, es bienvenida.
—A propósito en este tiempo, en general, hay una especie de reacción a lo que ha dado en llamarse “corrección política”. El también llamado “progresismo” hoy día es un puching ball. Está bien hablar mal, burlarse. ¿Cree que aquí en Argentina hay hartazgo de progresismo?
—El problema con el progresismo aquí es que fue ultrajado por realidades que contradecían lo que se enunciaba retóricamente. El feminismo yo creo que es una causa noble y muy necesaria. No tengo duda de que existe el patriarcado, lo sé. Tengo cinco hijos, tres de ellos son mujeres y uno sabe y además lo vive. No quiero bajar del todo el barro: pero si el presidente le pegaba a la mujer, según todas las evidencias. Me estás mintiendo. Nos están mintiendo. Están ultrajando una causa noble. Lo mismo con los derechos humanos. La causa es noble. La estás ultrajando. Entonces, claro, lo que podría haber sido progreso derivó en un progresismo sesgado y sobre todo, un pseudoprogresismo. Y un hartazgo. Y la sociedad agarró para otro lado, por el momento.
—También habla de Savater… Él también, de alguna forma, pagó el precio por sus opiniones que no iban en la misma dirección de la corriente dominante en estos años.
—Lo conocí cuando venía acá, daba unas charlas, yo lo acompañaba. Digo en el libro que no sé cuánto recordará él de eso, pero fueron varias veces y con muchísima gente. Es un personaje fantástico. Cuando él se opuso a ETA, tuvo que tener custodia Fue cancelado ahí, desde otro lugar. En el País Vasco tuvo muchísimos problemas. Igual se jugó, le puso el cuerpo a todo. Y después siguió en esa línea de decir las cosas sin filtro, ¿no? Y bueno, paga también el costo, efectivamente. Reivindico de él muchas cosas, pero sobre todo lo que yo llamo filosofía pública. Es público, está en el debate público. Está bien poner la cara. No me interesan en general los intelectuales que se asocian verticalmente a un gobierno. Más allá de cuál sea el sesgo.
Me parece que la filosofía, cuando queda atada a un interés político, pierde su su potencia. Pero cada uno elige. Pero sí valoro la exposición. La mejor historia de la filosofía, desde Sócrates hasta Savater, digamos, es “pienso esto, me pongo en el centro de la escena de la plaza pública y lo pongo en discusión”. Y con un lenguaje comprensible para todo el mundo, no para un círculo cerrado (que también vale). Yo voy por este otro lado. Filosofía pública.
—Milei y el fenómeno que ha significado su irrupción en la escena pública argentina. ¿Qué le produce? ¿Fascinación, rechazo?
—Lo conocí brevemente. A veces es muy afectivo, así como es explosivo. Yo prefiero leer la historia desde el final, veremos cómo termina todo esto. Pero a mí me parece inteligente en este sentido: él construye popularidad desde los programas de televisión. No fue casual. Construye popularidad gastando muy poco, eso le dio un altísimo nivel de conocimiento. Y también me da la impresión de que Milei hace del escándalo un método de acumulación política. No lo digo peyorativamente. El escándalo, el grito, la explosión, el tuit disparatado. A veces a él le sirve para copar el centro de la escena, cosa que hace todos los días, ¿no? Y mientras tanto va con esta política económica durísima y la sigue llevando a cabo.
—Una buena parte del libro está dedicado a la muerte de su pareja, la escritora Angeles Salvador. ¿Cómo pudo trasladar a lo escrito ese sentimiento de tristeza por la pérdida?
—Necesité escribirlo. Y bueno, está ahí, en las palabras y en la memoria. Y después la vida continuó también. La vida es fuerte. El deseo de la vida es muy potente. Pero para mí escribir, recordar algunos momentos. En mi caso personal, la escritura de alguna manera atenúa, digamos, este tipo de traumas. Y lo puse y de alguna manera tiene una presencia.
—La última pregunta es sobre Borges, en el libro describe una visita al cementerio de Ginebra dónde están sus restos. Lo define como “el filósofo más relevante que dio la Argentina”. ¿Por qué?
—Es el pensador más importante que hay. Él calificaba a la filosofía como una rama de la literatura fantástica. Quizás tenía razón. Pero uno lee sus cuentos y son elucubraciones sobre el tiempo, sobre la muerte, sobre la memoria. Y sobre la imposibilidad de la inmortalidad. Justamente para pensar en Harari, el infierno que sería la inmortalidad. Lo alucinado en ese cuento increíble llamado “Tlön”: lo fantástico, lo real, los límites.
La filosofía está muy descentrada hacia la filosofía continental europea y acá también hay pensadores de otra naturaleza, entre ellos Borges, que es el más grande por todas estas razones. Fui al cementerio de Ginebra con uno de mis hijos. Y cuando estábamos ahí le dije “Llegamos a un Aleph, un punto central que nos explica, que nos piensa”. Está en sus libros. Desde esa ceguera siento que lo vio todo.
—¿Por qué uno va a la tumba de una persona así? Va a un cementerio sin ser familiar ¿Por qué?
—Es un peregrinaje. Yo había escrito un libro, que no se publicó, solo se publicó en digital. El protagonista era el señor Babel y la trama contaba que iba a traer el cadáver de Borges y enterrarlo debajo de la Biblioteca vieja de la calle México.
Yo quería conocer Ginebra, donde él vivió sus primeros años y de alguna manera también percibí una cierta señal de eternidad -que Borges detestaba-, pero en la tumba había una cierta paz. Y fue algo terapéutico. ¿Por qué uno va? Y por qué uno siente que ahí está Borges. Aunque no está ahí, está en los libros.
[Fotos: Matías Arbotto]