Los personajes emblemáticos de nuestra historia y la influencia que ejercieron dentro de la formación del país tal y como lo conocemos muchas veces quedan en el olvido como producto del paso del tiempo y el ajetreo de la vida diaria. A veces son mencionados dentro de las aulas o en preguntas de exámenes de historia, pero sin que esto genere un verdadero conocimiento de su importancia.
Para muestra hay una lista larga de nombres, sin embargo, esta vez nos centraremos en uno en particular. Se trata del notable Bartolomé Herrera, quien vivió en un periodo lleno de cambios para el país, épocas de independencia, movimientos revolucionarios, guerra civil y la fuerte inestabilidad política que afrontaba nuestra recién formada nación en el siglo XIX.
Un poco de su historia
Bartolomé Herrera Vélez nació bajo el cielo arequipeño el 24 de agosto de 1808, en lo que todavía era el virreinato del Perú. Su familia, de clase modesta, estaba emparentada con miembros del clero y algunas figuras de la universidad nacional de San Marcos.
Quedó huérfano con tan solo cinco años y bajo el cuidado de su tío, un sacerdote de la iglesia de Santa Ana. Cuando tenía 15 años fue inscrito en el convictorio de San Carlos, para más tarde dedicarse a la vida religiosa y seguir estudios de teología.
Tras recibir la orden sacerdotal y pasar algún tiempo en Áncash y Huánuco, volvió a Lima y se convirtió en vicerrector del Convictorio donde había estudiado.
En su vida desempeñó muchos cargos, como el de catedrático universitario, parlamentario, presidente de la Cámara de Diputados, presidente del Congreso Constituyente, ministro de estado, director de la Biblioteca Nacional e incluso rector del Convictorio de San Carlos, sin embargo, algo que se destacaba de él era su capacidad para no dejar de lado su rol como sacerdote.
“Para Herrera Dios, a través de su Divina Providencia, suscita o permite los diversos acontecimientos humanos y se sirve de toda circunstancia para cumplir su Plan Redentor”, destaca la página oficial del Congreso de la República. En tal sentido, el pensamiento de Herrera fue una de las características que lo distinguiría en su época.
Dios y la patria
Durante los días en que el distinguido sacerdote realizaba sus labores, el Perú había conseguido su independencia, pero iniciaría un periodo de inestabilidad, guerra civil y anarquía que hacía tambalear sus débiles bases. En ese momento, Herrera se haría conocido por sus ideas y grandes capacidades como orador tras pronunciar un discurso en la catedral de Lima con motivo del funeral del Gran Mariscal Agustín Gamarra.
“La nación llora… llora a sus hijos sacrificados; llora su honor empañado; la dignidad y el cadáver del Presidente hollados… ¿Quién que tenga sangre peruana pensará en enjugar el justo llanto de la nación? No. No vengo a eso señores; vengo a llorar también, a mezclar mis inútiles lágrimas con las de la Iglesia y con las vuestras… lloremos señores”, decía el hombre de fe durante ese evento, según menciona un documento del Congreso de la República.
En ese momento, Herrera también dejó en claro su deseo de instituciones estables y un gobierno constitucional para el Perú. Tras asumir el convictorio de San Carlos por espacio de una década, el director tomó la iniciativa de realizar reformas que se alejaban del pensamiento anterior, donde el patriotismo y el liberalismo había proliferado. En reemplazo, las nuevas generaciones eran instruidas con un pensamiento conservador católico, donde se priorizaban los valores cristianos que pretendían moralizar la sociedad.
“Herrera tuvo la fuerte convicción de haber recibido una especial misión de Dios para realizar una reforma de la sociedad peruana de su época. Esto es algo que él mismo había dicho en una de sus obras y que se desprende de toda su vida y su actividad pública”, refiere el documento antes citado.
A través de nuevos planes de estudio, disciplina y la formación de estudiantes con un alto nivel intelectual, pretendía combatir el liberalismo, la causa de todos los males de inicios de la república y dar a la sociedad hombres que sean buenas personas y buenos ciudadanos.
Su profunda fe, vocación y patriotismo lo llevaron a participar y pronunciarse activamente en la política del país. Para él, las riendas del Perú debían estar en manos de los intelectual y moralmente más capaces.
El sacerdote continuó involucrado en la política pero se alejó tras cumplir su labor. Más tarde fue designado obispo de Arequipa. Se sabe que luchó por varios años de su corta vida contra una tuberculosis pulmonar que mermó su salud. Finalmente, falleció dos semanas antes de cumplir 56 años y fue sepultado en la antesacristía de la Catedral de la Ciudad Blanca.
Sobre él, el historiador Jorge Guillermo Leguía menciona lo siguiente:
“Al lado de los caudillos militares y de los políticos por circunstancia o por vocación, cerca de los intelectuales puros y de los hombres de negocios, es Bartolomé Herrera una de las personalidades más consistentes y macizas de la República. Hay en él coherencia entre el pensamiento y la vida; hay asimismo propósito vivaz por defender la verdad, por comunicarla a los hombres (…) Su nombre y su recuerdo pueden, eventualmente, no despertar el entusiasmo externo y el fervor que suscita la figura heroica del vencedor en la guerra o en la política, no obstante, sí se halla en ese limeño, inteligente de verdad, la firmeza, el alivio, un poco la complacencia que se descubre en la persona con sólido fundamento intelectual”.
Una descripción que destaca precisamente la firmeza de ideas con la que vivió el religioso en medio de una etapa sumamente convulsionada del Perú.