Pedí un trago para aflojarme porque estaba a punto de tocar el cielo con las manos y era demasiada tensión. Había viajado desde la otra punta de los Estados Unidos para encontrarme con mi escritor favorito en un encantador restaurante llamado Wild Flower. Obviamente llegué con tiempo y elegí una mesa desde la cual pudiera ver bien la puerta, por lo que cada persona que entraba era una falsa alarma que me paraba el corazón.
Un hombre atlético y de piel bronceada entró, y después de pegar un vistazo general se dirigió a mi mesa como si me conociera. Aunque no se parecía al de las fotos me saludó con calidez y se sentó. Su sencillez contrastaba con el hecho que fuera un autor de varios best sellers mundiales.
La conversación fue apasionante; me contó su vida, incluyendo su traumática experiencia en la guerra de Vietnam. Después de dos horas que para mí fueron una fiesta se ofreció a acercarme al aeropuerto para que yo continuara con mi viaje.
Subimos a un Porsche negro y mientras atravesábamos una ruta arbolada me explicó que se había mudado a Sarasota en busca del calor y el mar. Cuando pasábamos por Siesta Key -después supe que era considerada la playa más linda de los Estados Unidos-, señaló una casa a su derecha. Si algo me faltaba para quedar más fascinado con él fue ver la mansión en la que vivía; tenía un estilo minimalista y estaba en el medio de un bosque que terminaba en la playa.
Imaginé lo que sería vivir en un palacio rodeado por árboles centenarios, escribir mirando al mar, llevar una vida sin presiones ni problemas. Yo hacía meses que venía viajando para averiguar qué quería hacer con mi vida. Me había recibido un año atrás y me negaba a buscar un empleo. No quería tener un trabajo formal al que tuviera que ir de traje, ni cumplir horarios o aguantar a un jefe. ¿Para qué había estudiado lo que estudié? ¿Para qué me había apurado tanto en recibirme? Ver la vida de este señor me conectó con una antigua pasión y me sirvió como salida al laberinto en el que me encontraba: yo también iba a ser escritor.
Durante el tiempo que me quedaba de viaje me puse a trabajar en la estructura de mi primer libro. A llegar a Buenos Aires conseguí interesar a una gran editorial para que lo publicara. Todo parecía ir viento en popa salvo por el detalle que mis borradores no me convencían. Me sentía frustrado de no ser capaz de expresar lo que tenía adentro mío. Igual, seguí trabajando como si nada, las dificultades no me iban a frenar.
Pocos meses después tuve que volver a EE.UU. así que aproveché para pedirle una nueva entrevista al escritor. Quería contarle que había sido mi fuente de inspiración, además de mostrarle cómo era la estructura del libro y quizás confesarle que estaba un poco trabado. Repetimos en el Wild Flower aunque esta vez el almuerzo no fue tan lindo. ¿Le habré resultado un pesado y solo aceptó por compromiso? Cuando terminamos de comer me dio la mano, subió a su Porsche y se fue sin siquiera preguntarme a dónde iba.
Como tenía un par de horas libres antes de volver al aeropuerto aproveché para pasear por Siesta Key. Definitivamente era mi lugar en el mundo: playas grandes y de arenas blancas, un mar calmo y celeste, sus bosques hermosos. Sentí que acá podría ser libre, vivir tranquilo, hacer lo que quisiera.
De vuelta en casa todo seguía complicándose: nada de lo que escribía me gustaba y seguía sin poder avanzar. El tiempo pasaba y el plan de ser un escritor y vivir en Sarasota a orillas del mar, hacía agua por todos lados.
Aunque entonces no me daba cuenta la raíz del problema parecía ser la presión que me imponía a mí mismo. O para ser más preciso, haberme planteado un objetivo delirante. En el fondo sabía que si mi primer libro no se convertía en un best seller no habría mansión, Porsche, libertad, y mucho menos una vida tranquila. Solo sería un hombre común, de esos que tienen un trabajo que no les gusta, que alquilan un departamento contrafrente y llevan una vida en la que no pasa demasiado.
Pasé otro semestre empantanado en donde cada día me hundía un poco más al ver el contraste entre mis expectativas y la realidad. Finalmente me volví loco, rompí todos los borradores que tenía y me puse a buscar un trabajo. No podía seguir otro año parado y sin generar ingresos. Mis ilusiones se habían hecho añicos contra la realidad. Y no era que mi libro no había alcanzado el primer puesto del New York Times: ni siquiera había llegado a publicarlo porque mi propia negatividad me fue destruyendo durante el camino.
Los años fueron pasando y por suerte me fue bien en el trabajo. Pero Sarasota seguía en mi corazón como un amor de juventud: era mi lugar en el mundo, a donde podría ser yo mismo, vivir en paz. Ahí todo estaría lleno de sentido.
Diez años después surgió la oportunidad de volver mientras estábamos de vacaciones con mi familia. Todos estaban fascinados con sus playas de arena blanca salvo yo, que me sentía en carne viva y sin entender el por qué. Llamé un par de veces al escritor con la esperanza de combinar un encuentro pero como nunca contestó tomé la decisión de ir a verlo. Manejé hasta su mansión y lleno de dudas paré en la entrada. ¿Seguirá viviendo acá? ¿Habría escuchado mis mensajes o sería que no tiene ganas de verme? Mis miedos me ganaron y no me animé a tocar el timbre. Seguí el viaje un poco frustrado aunque convencido de que en ese lugar algún día sería feliz.
Muchos años después tuve que volver a Sarasota por razones laborales. En la única tarde libre que tenía manejé hasta la casa del escritor como atraído por un imán. Cuando iba a tocar el timbre nuevamente sentí miedo. Para no quedarme paralizado opté por bordear la mansión y ver si lo podría saludar desde la playa.
Crucé el bosque a paso rápido y al llegar al otro lado se me heló la sangre: no había océano sino un pequeño canal de agua. La vista seguía siendo hermosa porque había un arroyo con una vegetación exuberante. ¿Pero a dónde quedaba la imponente vista que había imaginado? ¿O sea que él no escribía mirando al mar sino a un modesto riacho?
Me di vuelta y vi el frente de la casa muy decaído. Como tenía el pasto descuidado y las reposeras deshilachadas me pregunté si estaría abandonada. Pero como el agua de la piscina estaba impecable y el filtro prendido descarté la idea. Con el corazón a ciento ochenta pulsaciones decidí jugarme el todo por el todo: basta de dar vueltas, de buscar excusas para no hacer lo único que tenía que hacer. Atravesé el bosque en dirección contraria y fui hasta la puerta en donde volví a sorprenderme: un cartel manuscrito avisaba que el timbre estaba roto. ¿Era posible que el escritor millonario no tuviera dinero para arreglarlo? ¿O para cortar el césped o cambiar la tela de las reposeras?
Golpeé la puerta y esperé. Como nadie respondió volví a golpear con insistencia hasta que alguien pegó un grito. Desde unos ventanales vi a un hombre mayor y excedido de peso bajar las escaleras con dificultad. Abrió la puerta y de muy mal humor me preguntó qué quería.
Le conté que nos conocíamos de muchos años atrás, que habíamos almorzado un par de veces en el Wild Flower. Viendo que seguía inmutable decidí jugarme la gran carta y recordarle que nos había presentado su mentor. Como era evidente que no tenía ganas de hablar conmigo intenté -como un vendedor de Tupper- sostener un monólogo precario para que no me cerrara la puerta en la cara. No lo logré y me despachó con una mueca sarcástica.
Mientras volvía al auto y en medio de aquél bosque tenía sentimientos encontrados. Por un lado estaba contento de haberle tocado el timbre. ¿Por qué había tardado tanto tiempo en animarme?
Por otra parte me preguntaba cómo habría llegado a esta vejez ajada; ¿tan mal lo había tratado la vida? Si bien envejecer es inevitable, ¿qué le habría pasado a aquél tipo alegre y lleno de energía para transformarse en este ser abandonado? Mi idea de que tenía una vida sin problemas no podía estar más alejada de la realidad. ¿Estaría deprimido? ¿O no arreglaba el timbre de su palacio solo porque le faltaba dinero? Y si el problema era ese; ¿por qué no se mudaba a una casa menos costosa, más acorde a sus posibilidades actuales?
Cuando lo conocí aunque llevaba diez años desde la publicación de su gran best seller, seguía en la cresta de la ola. Ahora, veinte años más tarde, todo parecía haberse extinguido.
Manejando por esa ruta llena de árboles sentí desasosiego. ¿A dónde quedaba mi sueño de tener una vida idílica en Sarasota? Su casa ni siquiera daba a la playa, así que mal podía escribir mirando al mar como yo había imaginado tantos años. Era todo un delirio mío.
Las veces que me habré sentido un infeliz al compararme con otras vidas que idealizaba, que imaginaba maravillosas, y que como la de este señor, en realidad no lo eran.
Evidentemente el problema no era Sarasota que seguía siendo hermosa. El tema eran mis fantasías; la idea de que siendo como aquél escritor tendría una vida maravillosa más que anhelo era un disparate.
¿Cómo pude haber pasado tanto tiempo fantaseando con algo que tenía la solidez de un castillo de cartas? ¿Para qué necesitaba esa ilusión? ¿Para evadirme de mi realidad? ¿Para hacer más llevadera mi vida? ¿Para seguir creyendo que algún día me pasaría algo interesante?
Finalmente entendí que era mejor amigarme con mi vida tal como era. Y que todos mis intentos por escaparme del dolor, terminaban generando más dolor.
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Un pez joven se cruzó con un tiburón.
-¿Me podría decir a donde queda el océano?
Sorprendido por la pregunta, el tiburón miró a su alrededor como señalándole que era esa infinita masa de agua que los rodeaba.
Decepcionado, el pez sacudió la cabeza y continuó su búsqueda, convencido de que eso no era el océano.
Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en la habitación, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar” https://linktr.ee/juan.tonelli