El ‘mar humano’, como lo llamaba la prensa de antaño, avanza lentamente por las avenidas y arterias de Lima. En su recorrido, se pueden observar vestigios de la época virreinal, junto al fervor popular por el Señor de los Milagros. Este panorama se repite cada octubre, cuando las plegarias se transforman en alabanzas, cánticos y rezos que llenan el aire con un hálito de esperanza.
Miles de fieles avanzan lentamente por los jirones donde, en un día normal, circulan vehículos repletos de pasajeros apresurados por llegar a sus trabajos. En la procesión del Cristo Morado no hay lugar para la prisa ni para los autos, pero sí para el fervor y la devoción de personas que llegan desde distintas partes del Perú, todas unidas para adorar una imagen que, según muchos testimonios, realiza milagros.
Precisamente, un milagro es lo que busca más de una persona que, con velas en mano, flores o vistiendo un hábito morado, expresa su cariño y respeto hacia el Cristo Moreno. Sin embargo, también hay quienes, sin portar ningún elemento distintivo, demuestran su devoción de manera silenciosa. Su fe y religiosidad se reflejan en su lenguaje no verbal, en la forma en que se acercan, miran y se entregan al Señor de los Milagros, buscando en su interior la paz o el milagro que tanto anhelan.
Este panorama se pudo apreciar en el primer recorrido del Señor de los Milagros, el cual se llevó a cabo en las avenidas Tacna y Emancipación, así como en los jirones Chancay y Conde de Superunda. Su anda se trasladó cerca de un lugar donde un angoleño pintó al Cristo de Pachacamilla, el cual, poco tiempo después, las autoridades ordenaron borrar.
Antes de contar los entretelones de la orden de borrar la imagen del Cristo de Pachacamilla, es importante conocer la historia detrás de esta imagen, que fue inmortalizada en una pared de adobe. Esto ocurrió en un punto cercano a la iglesia de Las Nazarenas.
La historia detrás del Cristo de Pachacamilla
Al Señor de los Milagros también se le conoce como el Cristo de Pachacamilla porque su imagen fue creada por un esclavo angoleño en una pared de adobe en el barrio de Pachacamilla, Lima, en 1651.
El término Pachacamilla se utilizaba para referirse al lugar donde había un conjunto de huertas situadas cerca de la todavía diminuta ‘Ciudad de los Reyes’. En la mitad del siglo XVI, un grupo de indios tributarios de Pachacamac llegó a estas tierras, bajo la dirección del español Hernán González. Debido a la procedencia de los esclavos, la zona donde habitaban comenzó a llamarse Pachacamilla.
González era un encomendero que trasladó esclavos para trabajar la tierra, sin presagiar que en esa ubicación nacería el Señor de los Milagros. Desde su llegada a estas nuevas tierras, los esclavos comenzaron a realizar manifestaciones culturales; sin embargo, mantuvieron sus costumbres y tradiciones.
Sobre este asunto, María Rostworowski señaló lo siguiente en su libro “Pachacamac y el Señor de los Milagros”: “En la temporana fecha la mayoría de naturales de Pachacámac seguía probablemente adorando a su antigua deidad y practicando sus creencias y ritos. Hemos demostrado la falta de doctrina existente y lo superficial de la enseñanza religiosa que se limitaba a bautizar y casar a los indígenas sin que hubiera una verdadera evangelización. En esas condiciones es natural que el antiguo credo subsistiera en la clandestinidad y sin mayores alteraciones”.
Es importante señalar que cuando los españoles llegaron al valle de Pachacamac, los pobladores veneraban a Pachacámac, una deidad andina considerada el ‘señor de los temblores’. Su santuario se ubicaba en dicho valle y era uno de los centros religiosos más relevantes de culturas anteriores, como los Ichma.
Con el paso de los años, la población indígena de Pachacamilla disminuyó, dando lugar a un incremento de la comunidad de esclavos angoleños. Este fenómeno no fue exclusivo de esta ubicación, sino que reflejaba una tendencia general en Lima, donde las dinámicas demográficas cambiaban a medida que aumentaba la presencia de africanos esclavizados.
Casi un siglo después de la llegada de los esclavos a Pachacamilla, la ‘Ciudad de los Reyes’ contaba con 27,000 habitantes, de los cuales casi la mitad eran de origen africano, según el censo de 1630. En ese entonces, los esclavos africanos adoptaron la religión católica de los españoles, pero la transformaron al integrar elementos de sus propias creencias. Este proceso de sincretismo religioso fue fundamental, ya que los esclavos combinaron ritos católicos con símbolos y prácticas ancestrales.
En 1650, los africanos y afrodescendientes de Pachacamilla formaron una cofradía para asegurar entierros dignos a sus compañeros esclavos. Un año después, un miembro de esta cofradía, un esclavo de origen africano, pintó en la pared de una vivienda una imagen de Cristo crucificado. Esta representación es conocida hoy como el Señor de los Milagros.
Desde entonces, los miembros de la cofradía realizaban rituales para adorar la imagen, algunos de los cuales se llevaban a cabo en capillas y en la zona de Pachacamilla, un área que actualmente es atravesada por el jirón Huancavelica.
Sobre las actividades que solían realizar los africanos, el teólogo Pedro Hidalgo contó al programa ‘Sucedió en el Perú’ que “se entendía que ciertas prácticas que había en torno al culto eran prácticas profanas, es decir, no cristianas”.
Con el tiempo, estas prácticas religiosas no solo persistieron, sino que se fortalecieron, especialmente tras el terremoto de 1655 que devastó gran parte de Lima. Entre los escombros y la destrucción, la pared que contenía la imagen de Cristo crucificado se mantuvo en pie de manera milagrosa. Este acontecimiento, considerado un prodigio, atrajo la atención de la población y aumentó el número de devotos.
Con el aumento de devotos al Cristo de Pachacamilla, las autoridades virreinales comenzaron a inquietarse. En un clima de tensiones sociales, decidieron borrar la pintura. Sin embargo, la imagen no desapareció; se mantuvo milagrosamente en su lugar, lo que intensificó la fe y la devoción de la comunidad, consolidando aún más su culto.
Autoridades ordenaron borrar la imagen del Cristo de Pachacamilla
En 1671, el número de fieles del Cristo de Pachacamilla había crecido, lo que sugiere que las calles se llenaban de personas para alabarlo. En ese año, el párroco de la Iglesia de San Marcelo, don José Laureano de Mena, recibió informes sobre supuestos excesos cometidos por los devotos del Cristo Moreno.
Se le informó que esto ocurría los viernes por la noche. Con el fin de comprobar lo que le habían contado, Laureano presentó una demanda ante el virrey conde de Lemos. Lo que sucedió después fue narrado por Raúl Banchero Castellano, quien escribió el libro “Lima y el mural de Pachacamilla”.
Según el investigador mencionado, el conde de Lemos “se dirigió a la Autoridad Eclesiástica para que secundase la iniciativa y fue así cómo don Esteban, natural de Lima, Provisor y Vicario General (…) dictó la respectiva resolución el 3 de septiembre de 1671″.
Tras este suceso, las autoridades religiosas fueron a la zona de Pachacamilla para observar el panorama. Al llegar a la locación, don Juan de Uría, Notario Eclesiatico, vio que en la ceremonia se entonaban los coros al son de arpa y cajón.
Mientras los fieles adoraban a la representación de Jesucristo, hizo su aparición el Licenciado José de Robledillo, sacristán mayor de la Parroquia de San Marcelo. Poco tiempo después, el Promotor Fiscal del Arzobispado, Dr. D. José Lara y Galán, quien había acompañado al Notario Eclesiatico a visitar el lugar en cuestión, lo vio y de inmediato le llamó la atención por autorizar la reunión.
Lo que sucedió después fue la orden de borrar la imagen del Cristo de Pachacamilla. “El Provisto y Vicario General, al enterarse de estos sucesos, dictó una resolución con la que ordenaba, por las justas causas del servicio de Dios, que se prohibiese las reuniones de los devotos en esa zona de Pachacamilla, por las forma indecente con que parece se procedía en ellas”, relató Banchero Castellano.
“Y para evitar que se repitiera en lo futuro, disponía: Que se borrase la efigie del Santo Cristo y de los demás Santos que hubiera, que se demoliera la peano construida a manera de altar y que se diera cuenta de todo al Fiscal del Arzobispado para que resolviese lo conveniente”, agregó.
Se dice que, cuando las autoridades coloniales intentaron borrar la imagen del Cristo Moreno, ocurrió un hecho inexplicable. Según la tradición, los pintores encargados de eliminar el mural no pudieron cumplir su tarea. “(…) Se van viendo estos milagros y sobre todo el prodigio de que la imagen no permite ser borrada” dijo el teólogo Hidalgo.