Hasta hace unos años hablar de pobreza era hablar de marginalidad, de zonas desfavorables o de urbanizaciones precarias. En estos días un gran porcentaje de la población pertenece a dicha realidad, incluyendo a las infancias. De hecho, según un informe de Unicef de febrero de este año, “dos de cada tres niñas y niños de Argentina (66%) son pobres por ingresos o están privados de derechos básicos, como el acceso a la educación, la protección social, a una vivienda o un baño adecuado, al agua o a un hábitat seguro”.
Asimismo, los últimos datos del INDEC refieren a un aumento de la pobreza en toda la población. El instituto remarca que llegó al 39,2% de la población y afectó a más de 18,6 millones de argentinos. Esta cifra incluye a los docentes que conforman la comunidad educativa, pertenecientes a una sociedad desplomada o, lo que es peor, implosionada. El deterioro del ingreso o el aumento progresivo del desempleo, subempleo y precarización laboral, más allá de las cuestiones económicas específicas, dan cuenta de una tendencia del empobrecimiento colectivo. Entonces nos urge repensar al contexto de pobreza no como factor limitante de las posibilidades de educar, sino como posibilidad de incorporar a la escuela como espacio de aporte fundamental en la vida de los más chicos.
Los docentes que nos formamos hasta la década del 90 habíamos sido preparados para enseñar al niño “tipo”, pero nada nos habían dicho de los que tenían las necesidades básicas insatisfechas, los que tenían experiencias vitales tan diferentes a las nuestras que nos veían como representantes de otro mundo. Tampoco nos habían enseñado a comprender el estilo de vida de sus familias o las adaptaciones que surgen cuando viven en una determinada situación socioeconómica. Sin embargo, hoy por hoy la pobreza material y simbólica nos atraviesa. Entonces, en este marco, entendemos que aprender no es un proceso armónico, donde alguien enseña y otro aprende entusiastamente, sino que a veces hay ausencia del deseo de aprender o cuestiones más importantes a la hora de estar en el aula, como, por ejemplo, comer.
Por lo tanto, me planteo qué conocimientos enseñamos en la escuela y a quién le sirve ese conocimiento escolar. Las teorías críticas han puesto en evidencia a la escuela como reproductora de la ideología del Estado. A través de lo que Bourdieu (1994) llama violencia simbólica se lleva a cabo, desde el currículum oficial, una imposición cultural, presentando como únicos y universales ideas, normas, valores, tendiendo a la exclusión de quienes se muestran disfuncionales con su estructura.
Sin embargo, hay otros saberes, otras prácticas sociales y culturales que deben ser tenidas en cuenta. Cuando García Canclini (1995) se refiere a las culturas populares dice que no pueden ser entendidas como tradiciones o experiencias individuales, sino que surgen de las condiciones materiales de vida y se configuran en las prácticas sociales, en un proceso de apropiación desigual de los bienes culturales y económicos. En este encuentro entre lo hegemónico y lo popular aparece la hibridación, resultado de la combinación de elementos propios y ajenos. Por lo tanto, se necesitan ciencias sociales nómadas, capaces de circular por las escaleras que comunican los pisos: lo culto – lo popular – lo masivo. O mejor: que se rediseñen los planos y comuniquen horizontalmente los niveles.
Es imprescindible pensar la institución escolar como un concreto real, más allá de los supuestos básicos con que llegamos a ellas. Cada una de nuestras escuelas es diferente entre sí porque son diferentes los sujetos que le dan sentido. Los espacios, los usos, las prácticas y los saberes que llegan a conformar la vida escolar son aquellos que determinados sujetos sociales se han apropiado y ponen en juego cotidianamente en la escuela.
Ahora bien, ¿cómo no seguir imponiendo formas de ser y hacer? ¿Cómo acompañar a cada niño con su historia a cuestas? ¿Por qué no atrevernos a romper esa estructura rígida y formar un sujeto particular en función de lo colectivo para dejar de hablar del niño, como algo preconstituído, como aquel que debe escribir y calcular en función de los que la Psicología y Pedagogía nos sugirieron alguna vez? ¿Cómo hacernos generadores de proyectos alternativos para que los chicos no queden fuera del sistema?
Para ello, la enseñanza tiene que ser una tarea permeable a los contenidos personales, debe tener caminos abiertos para que los significantes personales se expresen. La persona, en su historia y experiencia únicas, son una fuente de enseñanzas riquísima que no puede ser dilapidada. Es necesario otorgarle el lugar pedagógico pertinente.
Me pregunto por qué no repensar nuestra escuela como lugar donde conviven distintas culturas que comparten el mismo escenario, evitando el concepto de pobreza como fenómeno individual y prejuicios tales como: promiscuidad, apatía al trabajo, inferioridad, marginalidad, como sinónimos de su situación económica y culpando al pobre de su pobreza.
Para ello, como primera medida, me parece de vital importancia revalorizar el aula, como el espacio que garantiza la calidad educativa, donde el docente es el organizador de las situaciones de aprendizaje y, sobre todo, guía de la construcción conjunta del conocimiento con los alumnos. En esa praxis emancipadora, a decir de P. Freire, educar para la liberación, para actuar con los otros para la transformación del mundo.
Pero, además de revalorizar las prácticas cotidianas de cada uno de los docentes, de estos hombres y mujeres que trabajan en las escuelas, se torna necesario analizar las relaciones entre la escolaridad y las multiculturalidades que organiza nuestra sociedad. Porque, si bien las escuelas fueron sostenidas con un fuerte mandato igualador, hoy se ven atravesadas, a veces desbordadas, por los efectos de las políticas que desigualan y diferencian. Dice Adriana Puiggrós que cuando la pobreza se constituye en una situación problemática, factible de ser abordada, la escuela puede construirse como espacio de constitución de sujetos pedagógicos e incluir otras estrategias que permitan situar a la escuela como ámbito de producción de aprendizajes relevantes para los niños que habitan en los márgenes y como espacio de experiencias colectivas de carácter transformador.
Surge así, la necesidad de habilitar a toda la sociedad a encontrar caminos alternativos, a ser protagonistas en instituciones y organizaciones, creando espacios de intercambios y reflexión conjunta entre todos los miembros de la comunidad, obviamente obligando al Estado en su tarea indelegable; Estado que representa la posibilidad de un lazo social y que asegura –o debería hacerlo- la organización social.
Es una tarea ardua, pero son nuestros propios chicos los que están en juego.
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