Los millennials crecimos para convertirnos en una de las generaciones más nostálgicas de todas. No porque nos hayamos criado en una época dorada ni nada por el estilo, sino más bien todo lo contrario. Somos hijos y nietos de algunas de las peores crisis económicas y sociales, pero quizás justamente por eso nos refugiamos en la cultura pop como ninguna otra generación. Y como adultos volvemos una y otra vez a esos lugares, historias y personajes que nos hicieron felices.
También tuvimos la relativa suerte de crecer en una época de innovación cultural, avances sociales, revoluciones tecnológicas y globalización. Ese fue el caldo de cultivo para muchas de las producciones culturales y tendencias que -en su forma original o reciclada- todavía consumimos hoy. Fuimos tratados como consumidores desde muy pequeños, e incluso el mercado empezó a segmentarse alrededor de nuestros gustos y preferencias. Aunque, según la vertiente teórica de la que se beba, muchos autores argumentan que esos gustos fueron creados para nosotros e impuestos a través de la publicidad.
De una forma u otra, crecimos idolatrando a las Tortugas Ninja, a los Thundercats, los Halcones Galácticos y Jem & the Holograms, deseando los muñecos de Transformers, Polly Pocket, He-Man y She-ra, admirando las armaduras de Los Caballeros del Zodíaco y las transformaciones de Sailor Moon, jugando con el Family Game y corriendo a los salones de arcades, coleccionando tazos y juguetitos de Kinder, llenando álbumes de figuritas y cruzando al McDonald’s más cercano después de ver las películas de Disney en el cine para conseguir la cajita feliz con los personajes.
No es que tengamos el monopolio de la nostalgia, pero sí vivimos una de las infancias más llenas de estímulos y dominada por el consumismo feroz y desenfrenado de las últimas décadas del milenio pasado. Un consumo que todavía no estaba marcado por la culpa de clase ni la conciencia ambiental, que quedó cristalizado en un lugar de pura inocencia y disfrute. Y es innegable que tenemos una marcada predisposición a seguir reviviendo el pasado y -muchas veces- idealizar todo lo que alguna vez nos dio felicidad y confort.
Hollywood no es ajeno a este fenómeno y constantemente está apelando a esta debilidad para vendernos más de lo mismo. Mucho se dice que la meca del cine se quedó sin ideas y por eso estamos viviendo la era de las remakes, reboots y refritos en general. Pero la realidad es mucho menos romántica. Pasa por una necesidad económica de apostar a lo seguro, de no asumir el riesgo de jugársela por nuevas historias cuyo éxito no está comprobado, sino de explotar todas las franquicias y propiedades intelectuales a más no poder.
Seguramente, si en lugar de empresarios hubiera artistas o visionarios a la cabeza de los grandes estudios tomando esas decisiones, la historia sería muy distinta. Pero según la lógica de mercado, la mejor opción para sus negocios es invertir en la seguridad de un producto ya conocido y exitoso. Sin embargo, la fórmula no es infalible. No todas las precuelas, secuelas o reciclajes funcionan necesariamente con el público masivo, a pesar de volver a presentar historias de universos y personajes ya conocidos y queridos.
El ejemplo más reciente es el de Furiosa: de la saga Mad Max, que fracasó estrepitosamente en taquilla. Incluso teniendo la aprobación de la crítica y a dos de las más grandes estrellas del momento, la historia ambientada en el mundo apocalíptico concebido hace más de 40 años por George Miller no despertó interés entre el gran público. También pasó lo mismo con Profesión peligro (The Fall Guy, remake de la clásica serie de los ochenta) protagonizada por Ryan Gosling y Emily Blunt, que venían del fenómeno Barbenheimmer en 2023.
Esto no necesariamente prueba que el público se haya cansado de las historias recicladas o que apelan a la nostalgia. Sin ir más lejos, la exitosísima película de la muñeca creada por Ruth Handler (licencia de Mattel) se basó en una creación que se dio a fines de los dorados años ‘50, mientras que Oppenheimer construyó su premisa sobre hechos históricos de la década del ‘40. Teniendo en cuenta este panorama, tal vez la nostalgia no es el verdadero problema, sino la calidad de las propuestas. En definitiva, si hay una historia atractiva y una visión sólida detrás, el público responde.
Entonces, ¿por qué parece que la nostalgia domina la industria del entretenimiento? ¿Qué responsabilidad nos cabe como consumidores? Quizás esa necesidad de volver a experimentar el pasado tiene su contracara en la incertidumbre del futuro. Y del presente. En una época tan convulsa como la que estamos atravesando, buscamos la comodidad de lo conocido. Y casi sin quererlo -o incluso sin siquiera darnos cuenta- terminamos haciendo lo mismo que Hollywood: no darle una oportunidad a lo nuevo y desconocido, para volver al confort de esos lugares en los que fuimos felices.