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Al llegar a Pasteur al 600, vi el caos: corridas desesperadas, gritos desgarradores, silencios angustiantes

130 años de la AMIA
“Hace años que no hablo públicamente sobre el atentado a la AMIA. A tres décadas de sucedido, tampoco se puede callar” (Foto: Julio Menajovsky)

El 18 de julio de 1994 tenía agendado, después de una breve reunión laboral, pasar por la sede de la AMIA. Había cumplido 22 años, la misma edad que hoy tiene mi hijo mayor. Recién recibido de periodista, trabajaba en distintos medios de comunicación de la colectividad y concurría seguido a la mutual para cubrir actividades o recabar información. Por esos días, colaboraba con el equipo de prensa por el centenario de la institución.

Vivía con mis padres en nuestra casa de Flores. Esa mañana escuchamos un ruido muy fuerte. Por la cercanía, pensamos que se trataba de un accidente ferroviario. Minutos después, en Radio Mitre, Néstor Ibarra decía: “Explotó una bomba en la AMIA”.

Todavía recuerdo el jean y la camisa que vestía cuando salí a las apuradas, sin abrigo pese a la fría mañana. Me tomé el tren hasta Plaza Once y corrí las diez cuadras hasta el viejo edificio de Pasteur. Unas manzanas antes empecé a sentir un olor penetrante, similar al que desprenden los escombros de hormigón y cemento bajo la lluvia. Al llegar a Pasteur al 600, vi el caos: gente en estado de shock, personas sobre las ruinas tratando de rescatar heridos, corridas desesperadas, gritos desgarradores, silencios angustiantes.

Horas más tarde era uno de los voluntarios que trabajaba en recuperar el rico patrimonio cultural de la biblioteca y del instituto IWO. Un milagro me había salvado de la explosión. En esas oficinas se mezclaban sensaciones: las alegrías de los que se reencontraban con padres, madres, hermanos, hijos; el llanto y dolor de los que confirmaban la muerte de un ser querido, la incertidumbre de quienes aguardaban noticias de familiares y amigos. Un año después, la AMIA publicaría el libro Sus nombres y sus rostros para contar las historias de vida que perdimos por este terrible atentado.

CRUZ ROJA ARGENTINA
“El regreso a mi casa en colectivo, ya a medianoche, estuvo envuelta en profunda tristeza y desazón. Abrir la puerta y ver el rostro perdido de mis viejos. No tener palabras. No entender lo que había sucedido. Buscar explicaciones. Fueron noches sin poder dormir”

Así conocí la historia de Sebastián Barreiros, el nene de 5 años -la víctima más joven del ataque terrorista- que justo pasaba de manera casual por allí, de la mano de su mamá Rosa, que tenía un turno médico en el Hospital de Clínicas, un centro que sería fundamental en socorrer a los cientos de heridos. Recuerdo ese corredor sanitario. Y recuerdo la figura del doctor Florentino Sanguinetti, director del Hospital, hombre brillante y solidario, poniéndose al frente de esa situación, con todo su equipo de profesionales, para también atender a las personas que llegaban allí desconcertadas, producto del stress de un horror para el que jamás estamos preparados y por el cual nunca más quisiéramos atravesar.

En esas horas de tremendo dolor también había momentos de emoción: Ramón Gutmann, un gran amigo que hace pocos años nos dejó, había sobrevivido luego de estar casi cinco horas bajo los escombros. Ramón fue una persona maravillosa, un gran mentor para mí, de un profundo sentido del humor, incluso de no perderlo en los momentos más horribles que le tocó vivir. El quedó sepultado junto a su asistente, que le reconoció que no había podido salir a hacer los trámites que le había encomendado. Entre las ruinas, en ese contexto tan trágico, Ramón le dijo socarronamente: “Bueno, pero que no sea excusa. Cuando salgamos de acá, terminá lo que te encargué”. Año a año, al recordar esa anécdota, las sonrisas eran más grandes.

Como el gesto de un amigo, que prestó su campera cuando bajó el sol y la falta de abrigo se hacía notar, no me la saqué ni al llegar al estudio de Radio Mitre, ya de noche cerrada. Fui invitado para contar las múltiples tareas que desarrollaban la AMIA y la DAIA. Entre ellas, el rol fundamental de la bolsa de trabajo, la más importante de América Latina y que brindaba oportunidades de empleo a miles de personas, sean o no de la colectividad. También desmentí varias noticias falsas que circulaban por esas horas, como que allí funcionaba una guardería infantil o que un sector del edificio se utilizaba como depósito de armas.

El regreso a mi casa en colectivo, ya a medianoche, estuvo envuelta en profunda tristeza y desazón. Abrir la puerta y ver el rostro perdido de mis viejos. No tener palabras. No entender lo que había sucedido. Buscar explicaciones. Ese sentimiento nos acompañó durante días y días. Fueron noches sin poder dormir. El atentado marcó una etapa de mi vida porque experimenté muchas situaciones positivas gracias a la calidez y la solidaridad de cientos de personas que había conocido en medio de la tragedia. Pero también viví un montón de hechos bochornosos que recién pude procesar y comprender varios años después.

Hace años que no hablo públicamente sobre el atentado a la AMIA. A tres décadas de sucedido, tampoco se puede callar. Las 9:53 horas del 18 de julio de 1994 están grabadas en la memoria de una enorme mayoría de argentinos. Me animaría a decir que cada uno de nosotros tiene un recuerdo indeleble de dónde estaba o qué estaba haciendo en el mismo instante en que explotó la bomba. Lamentablemente, 30 años después no son tantos los que mantienen encendida la llama de la memoria y el vigente reclamo de justicia.

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