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La cancelación de una boda que terminó con dos familias enfrentadas y una masacre: la tarde de odio y venganza en Puerto Hurraco

Puerto Hurraco
Una postal serena y mansa del pueblo Puerto Hurraco, escondido en la zona suroeste de España, en el municipio de Benquerencia de la Serena, perteneciente a la provincia de Badajoz

Puerto Hurraco (Badajoz, España) es de esos pueblos tan pequeños donde la vida parece detenerse. A la hora de la siesta no vuela una mosca y, cuando cae el sol, se percibe el murmullo de las charlas calladas de vereda, puerta a puerta, donde se mascullan chismes y tonterías. Menos de cien corazones laten hoy en esas casas rodeadas de campo y de piedras y de olivos. El horizonte se quiebra espinoso donde pastan las ovejas. Corrales de piedra con cerdos, un bar, una iglesia, un club social. No mucho más.

Sus vecinos se conocen demasiado bien desde hace generaciones. Los secretos no son secretos sino tradiciones orales que viajan de abuelos a nietos en una letanía insoportable de la que nadie puede escapar.

Como en tantos otros rincones del planeta, aquí se han tejido amores contrariados, recelos y humillaciones, envidias y mentiras. A la sombra de los pocos árboles que adornan su paisaje arisco crecieron rencores tan profundos que enroscaron sus raíces hasta estrangular los cimientos de las dos familias más importantes del lugar.

Prestemos atención a esta larga historia, ocurrida en las entrañas españolas, que enfrentó a los Izquierdo (los llamados “Los pata Pelás”) y a los Cabanillas (a quienes les decían “Los Amadeos”) consumiendo tantas vidas que, desde entonces, Puerto Hurraco no volvió a ser un pueblo normal. Pasó a ser conocido como el “pueblo de la masacre”. Tantas muertes lo terminaron poniendo en el mapa negro, ese donde se dan cita los policiales más bravos del mundo.

Pueblo chico, infierno grande

Para conocer las rabias intestinas de sus habitantes vayamos en orden cronológico. Todo habría comenzado mucho antes del sangriento final.

Amadeo Cabanillas y la joven Luciana Izquierdo estaban de novios. El amor florecía entre las dos familias vecinas al punto que se estableció una fecha para celebrar el matrimonio. Sería el gran acontecimiento del poblado.

Recién comenzaba el año 1967 cuando ocurrió algo que trastocó todos los planes. Amadeo Cabanillas entró con su arado por las tierras de sus vecinos Izquierdo. No se sabe por qué lo hizo, pero esta acción fue tomada por ellos como una afrenta. Un atrevimiento que terminó con Amadeo y Jerónimo a las trompadas.

Como consecuencia de esta pelea Amadeo decidió romper el enlace. La boda se canceló. Luciana quedó devastada y humillada. Su bronca la rumió intramuros entre sus hermanos Jerónimo, Manuel, Emilio, Antonio, Luciana y Ángela.

El mayor de ellos se tomó las cosas muy a pecho. Jerónimo no podía soportar ver a la novia despechada y el honor familiar mancillado. Luciana no olvidaría. Nadie olvidaría. Y Jerónimo sería su justiciero.

La semilla del odio estaba sembrada y germinando con rapidez.

El 22 de enero de 1967 la cosa escaló. Jerónimo Izquierdo terminó cosiendo a puñaladas a Amadeo Cabanillas quien murió como consecuencia del brutal ataque. El asesino se había cobrado el rechazo de su hermana y el traspaso del alambrado, pero debería pagar su crimen. Fue detenido, juzgado y condenado a prisión. Lo sentenciaron a catorce años tras los barrotes.

Durante ese largo período tuvo tiempo de sobra para reflexionar, pero no lo hizo. Usó cada segundo para alimentar su rabia enloquecida y pergeñar su desquite contra los odiosos Cabanillas.

Se dice que la venganza es un plato que se sirve frío: Jerónimo aprendió a esperar. Ya le tocaría el turno para ponerlo sobre la mesa.

Puerto Hurraco
Luciana Izquierdo, la novia que no fue, y que luego sería acusada como la instigadora de un derrotero violento

Llamas de venganza

El 18 de octubre de 1984 se desató un gran incendio en la casa de la calle 9 en Puerto Hurraco donde vivía la madre del clan Izquierdo: Isabel Izquierdo Caballero. La mujer no pudo llegar a escapar de las llamas y se calcinó ante la mirada horrorizada de sus hijos.

Los vecinos, quizá tomando partido en la contienda entre las dos familias, contarían luego que esos hijos se habían preocupado más por sacar del fuego los objetos de valor que a su propia madre: “Salvaban de las llamas el televisor, la heladera y los muebles, mientras la madre se tostaba en una de las habitaciones”.

El trágico fallecimiento de Isabel terminó por gatillar la locura de los demás integrantes del clan.

El run run callejero sostenía la idea de que el responsable de aquel incendio había sido nada menos que Antonio Cabanillas, el hermano del asesinado Amadeo. Jerónimo ya había cumplido su sentencia por homicidio y vivía cerca de Barcelona. Aunque la investigación policial no pudo hallar culpables y dictaminó que el incendio había sido fortuito, a Jerónimo nadie pudo sacarle de la cabeza que los Cabanillas estaban detrás de la tragedia.

A dos años del incendio, en 1986, Jerónimo pisó las calles de Puerto Hurraco nuevamente con enorme sed de venganza. Iba armado con un gran cuchillo. Loco de odio, buscó a Antonio Cabanillas. Quería matarlo de la misma forma en que lo había hecho con su hermano Amadeo. Lo encontró y lo atacó a puñaladas. Logró herirlo de gravedad, pero esta vez su víctima sobrevivió. El 8 de agosto Jerónimo fue aprehendido, pero no fue enviado a ninguna cárcel: lo ingresaron en un establecimiento mental. Nueve días después, murió en esa institución. No trascendió el motivo de su deceso.

Después de este nuevo apuñalamiento de Jerónimo, los Izquierdo tuvieron que dejar el pueblo. Se mudaron a diez kilómetros, a una población llamada Monterrubio de la Serena. Sus nuevos vecinos enseguida los etiquetaron como seres extraños. Tan grandes, tan juntos, tan huraños, sin parejas, sin hijos pequeños, sin amigos. Esas hermanas neuras y solteronas que para no sentir el ruido del contador de luz de la casa llegaron a cortar la provisión de electricidad; esos hermanos que practicaban tiro contra el tejado de su casa.

Si alguien creyó que el traslado de su vivienda sería el fin de las viejas rencillas mortales entre estos Montescos y Capuletos en versión española, se equivocó. Vendría algo mucho peor. Los Cabanillas y los Izquierdo no habían terminado todavía.

En la privacidad de su nueva morada, los hermanos Izquierdo, se juraron a sí mismos: harían justicia por mano propia.

Puerto Hurraco
Emilio Izquierdo escoltado por la Guardia Civil, poco después de ser detenido tras la matanza de Puerto Hurraco, en 1990. Se había escondido en la sierra luego de la matanza (EFE)

Armados hasta los dientes

El domingo 26 de agosto de 1990, 1460 días después de aquella última batalla de Jerónimo, llegó el final a toda orquesta.

Hace demasiado calor. Es una tórrida tarde de verano. Cerca de las seis, los hermanos Emilio (57) y Antonio (52) Izquierdo, se visten de cazadores de pies a cabeza: camisas a cuadros, pantalones largos y botas. Se despiden de sus hermanas Ángela (49) y Luciana (62). Les dicen que van a cazar pájaros, “tórtolas” especifican.

Salen de su casa de Monterrubio de la Serena en su camioneta y munidos con sendas escopetas de repetición Franchi calibre 12. Llevan más de 300 cartuchos de postas guardados en unos cinturones especiales cruzados sobre el pecho.

Llegan al centro de Puerto Hurraco en su Land Rover y estacionan. Ni los parroquianos que están en el bar, ni las vecinas sentadas en la vereda piensan en nada raro. Es habitual ver gente con armas, la caza es algo común y corriente.

Pero estos dos sujetos no buscan pájaros, buscan cazar pobladores que lleven el apellido Cabanillas. Su primer objetivo es Antonio Cabanillas. Se ubican en un sitio estratégico, en un callejón muy cerca de la calle principal del pueblo. Se preparan para el ataque. Alrededor de las diez de la noche ven salir de su casa a las hermanas Encarnación (12) y Antonia (14) Cabanillas, hijas de Antonio. Van cantando y bailando con dirección a la plaza. Apuntan, fuego. Dieciocho perdigones dan en el blanco y sus pequeños cuerpos estallan por el aire en un revoleo de pedazos humanos que aterrizan bañados de rojo.

El estruendo hace escapar a algunos; a otros, los impulsa a salir a la vereda… ¿qué pasa fuera?

El tío de las hermanas asesinadas, Manuel Cabanillas (57, contador de una empresa vasca), aparece en escena y reconoce de lejos a los hermanos Izquierdo. Están armados y disparando. Les grita “¿¡Qué cojones hacéis Emilio!?¿Estáis locos? No veis que son solo niñas…”. Emilio no le responde. Apunta con la mano serena y lo acribilla con cinco disparos. El hijo de Manuel, Antonio Cabanillas de 25 años, se asoma detrás de su padre. Ve a los enloquecidos Izquierdo e intenta correr para buscar protección. Cuando les da la espalda recibe dos disparos fatales en la columna que le cortan la médula espinal y salen por delante de su pecho. Su madre Felicidad también ha salido al portal y cae herida.

Araceli Murcillo Romero (60), sentada en la puerta de su casa, en su vieja silla de mimbre, disfruta del aire que corre por la noche. Escucha bochinche, gritos y estampidas. Ve caer a las pequeñas Cabanillas. Intenta socorrerlas. No hay piedad: dos disparos acaban también con ella.

La tercera hija de Antonio Cabanillas, María del Carmen, se ha salvado de milagro: está unas casas más allá, con una prima. Llega corriendo minutos después y ve la escena… Jamás podrá olvidarla.

Puerto Hurraco
Emilio y Antonio Izquierdo se tomaron varios años para planear la masacre. Eligieron el verano de 1990 porque en invierno se le congelaban los dedos y antes de ir “de caza” se tomaron un lexatin de tres miligramos para que no les temblara el pulso

Balas para atravesar jabalíes

La rabia de los Izquierdo no se apacigua, sigue rugiendo. Una a una, las víctimas van cayendo. Quien se cruza a sus pasos recibe escopetazos.

Jesús Florencio Cabanillas (hijo de Manuel y hermano de Antonio), está de visita en el pueblo. Cuando ve que hay un segundo de oportunidad sube como puede el cuerpo de su prima Antonia y el de su propio padre a su Ford Fiesta. No puede subir a Encarnación, no hay manera. Es obvio que está más que muerta. Apreta el acelerador a fondo y maneja hasta el Hospital del Benito, a 53 kilómetros. En el camino ya lo sabe, lleva dos cadáveres.

Mientras, en Puerto Hurraco, tres pobladores (Manuel Benítez, Reinaldo Benítez y Antonia Fernández) consiguen subirse a un auto para huir de la matanza, pero una lluvia de balas los deja tendidos en el piso de su coche.

José Penco Rosales (43) mantiene la calma y logra subir a su auto a dos heridos más. Los traslada a toda velocidad para que sean atendidos en un pueblo cercano. Vuelve enseguida con la idea de repetir la maniobra salvadora, pero se topa con los hermanos. Lo acribillan a través del cristal delantero de su auto.

Los Izquierdo apuntan a todo lo que se mueve en techos, veredas o vehículos.

Tiros, silencio y sangre. Noche, oscuridad, pavor. Cada tanto, aullidos desgarradores o quejidos débiles. El eco de la muerte resuena en todos los oídos de los que todavía respiran. El olor a pólvora está suspendido en el aire cuando llega la Guardia Civil. Pero los dos primeros agentes ni siquiera alcanzan a bajar del móvil policial. Son alcanzados por más balas y quedan heridos en sus asientos. Después, llegan de a decenas, hasta alcanzar unos 200 efectivos.

Mientras, la dupla Izquierdo ya ha huído hacia el monte, los vecinos lloran y cuentan muertos y heridos. La policía rastrea, se organiza, cierra caminos y barre la zona organizada en forma de tenaza. Un par de helicópteros patrullan desde el aire, perros adiestrados atraviesan los bajos muros de piedra que separan los terrenos y baqueanos de a caballo se suman a la batida para encontrar a los furiosos homicidas.

Todos saben a quiénes buscan. La cosa es hallarlos antes de que haya más cadáveres para recoger.

Puerto Hurraco es el mar rojo. Las sillas volcadas del bar en la estampida, las calles manchadas como de vino y el desconcierto brutal que golpea a pobladores y autoridades.

Cuentan nueve muertos y doce heridos de gravedad. El joven Antonio Cabanillas (25) ha quedado tetrapléjico. Pero no todos son Cabanillas. El pequeño Guillermo Ojeda, de 8 años, recibió un disparo en el cráneo y está en coma profundo.

No demoran en saberlo. La munición que han usado los diabólicos Izquierdo son cartuchos de posta, dentro de cada uno había nueve gruesos perdigones de plomo. Son municiones para caza, pensadas para atravesar la gruesa piel de los jabalíes.

Puerto Hurraco
Emilio Izquierdo no mostró pena ni arrepentimiento. “Ahora que sufra el pueblo como yo he sufrido durante todo este tiempo”, dijo

La captura y las instigadoras

Agotadas la rabia y las balas, los Izquierdo se tiran a descansar en medio del monte protegidos por viejos muros y matorrales. Han ejecutado su plan, se sienten en paz porque han descargado su furia.

Diez horas después, entre las 8 y las 9 de la mañana del lunes, son capturados.

Antonio es identificado por el agente Blas Molina que lo ve salir de entre la maleza con la escopeta entre sus manos. Lo tienen rodeado, le dice mientras lo apunta con el orificio negro de su arma oficial. Le exige que baje la escopeta. Antonio no hace caso, se resiste. Blas dispara dos veces al aire para amedrentarlo. Antonio se rinde. Mientras lo llevan al móvil Antonio le pide que le descerraje dos tiros. Blas pasa por alto el pedido, pero entonces el alcalde de Puerto Hurraco se acerca enardecido. Intenta clavarle al detenido un cuchillo. Blas lo detiene como puede, no quiere más sangre.

Los ánimos están más que caldeados. Blas Molina tendrá más tarde, por el estrés vivido, un preinfarto.

Falta todavía detener a Emilio. El hermano es visto desde el aire mientras acecha la casa de uno de los Cabanillas. No opone resistencia.

Una vez detenidos, nada cambia en sus discursos del odio. Emilio Izquierdo no da señales de arrepentimiento por lo que ha hecho y sube la apuesta: “Ahora que sufra el pueblo como yo he sufrido durante todo este tiempo”. Antonio Izquierdo aporta lo suyo y borracho de venganza asegura que de no haber sido detenidos, la cosa hubiera seguido: “Habríamos vuelto al pueblo para dispararles durante el entierro de los muertos”. Cuando le preguntan acerca de la fecha elegida para la matanza, sostiene impasible: “Hemos disparado en agosto porque soy muy friolero y en invierno se me agarrotan los dedos y no hago puntería”.

Fotos de La masacre de Puerto Hurraco
Antonio Cabanillas, el padre de las dos menores asesinadas, es reducido por la policía porque llevaba un gran puñal en la puerta del juzgado donde las hermanas Izquierdo prestarían declaración (The Grosby Group)

La confesiones continuaron luego en la voz de Emilio: “Antes de salir nos tomamos un lexatin de tres miligramos (medicación con efecto sedante y relajante) para que no nos temblara el pulso al apretar el gatillo (…) Yo iba a encargarme de Antonio Cabanillas o de sus hijas, para que sepan lo que duele perder a un ser querido y dejarles un recuerdo que no se les olvide jamás”. Contó también que esa tarde tiró “a todo bulto que veo, apuntando al corazón y a la cabeza”.

Ese mismo domingo sangriento, las dos hermanas Izquierdo se marcharon en tren a Madrid. Qué casualidad. Todos intuían que ellas eran las reales instigadoras de la masacre. Ángela y Luciana eran, para los lugareños, los verdaderos demonios de la familia Izquierdo. Las titiriteras del espanto.

En su viaje sorpresivo las hermanas llegaron a la estación de Atocha y, luego, pretendían ir directo a la Moncloa para intentar entrevistarse con el mismísimo presidente del Gobierno de España en ese momento, Felipe González. La policía las alcanzó a tiempo y las llevó de regreso a pedido de la justicia. Estaban citadas el 30 de agosto de 1990 para declarar ante el juez Casiano Rojas.

La prensa estaba presente cuando llegaron al juzgado. Ellas dijeron que habían ido a Madrid para una consulta que tenían concertada con un oftalmólogo y negaron saber lo que planeaban sus hermanos ese día que salieron “de caza”. Sostuvieron ser profundamente religiosas y haber padecido a los Cabanillas su vida entera.

En la puerta del juzgado estaba apostado Antonio Cabanillas, el padre de las dos menores asesinadas, con un gran puñal. La policía lo vio a tiempo y lo desarmó antes de que pudiera abalanzarse sobre las hermanas.

Fotos de La masacre de Puerto Hurraco
Escenas del funeral, luego de una tarde de verano en la que murieron nueve personas y doce quedaron heridas tras los disparos a mansalva de Emilio y Antonio Izquierdo (The Grosby Group)

Una idea fija: la venganza

Pese a sus testimonios, en los que tuvieron muchas contradicciones, las pruebas contra ellas no fueron suficientes para enviarlas a la cárcel. Sí para que el juez las mandara a internar en una institución mental.

Los peritos psiquiátricos habían determinado que las hermanas Izquierdo estaban inmersas en un proceso paranoide con “trastorno delirante compartido”. En resumen: eran dos cuerpos con una sola mente perturbada. Los especialistas concluyeron también que el fallecimiento de la madre había sido lo que terminó por desquiciar a esa banda de hermanos. El desequilibrio mental les “provocó un trastorno paranoide con sobrevaloración de una sola idea: la venganza”.

En 1992 las hermanas Izquierdo fueron exculpadas por los crímenes, pero quedaron ingresadas en el psiquiátrico.

En enero de 1994 se llevó a cabo el juicio contra los ejecutores de la matanza: Emilio y Antonio Izquierdo. Sus dichos enojaron a los presentes. No había ni una pizca de dolor o de arrepentimiento por lo que habían hecho. Dijeron mentiras, adujeron lagunas, se hicieron los locos. No hubo caso. Fueron condenados a 684 años de cárcel y a pagar 300 millones de pesetas de indemnización (unos dos millones de euros actuales).

El juez dictaminó: “Su inteligencia está dentro de lo normal, hecho que queda corroborado porque eran capaces de manejar un rebaño de unas mil ovejas, tenían fincas arrendadas y poseen, con la crisis que atraviesa el campo, una cartilla de diez millones de pesetas (…) los acusados perfilaron un «plan de exterminio» del mayor número de habitantes posibles de la localidad de Puerto Hurraco (…) eligieron el callejón y la noche porque conocían las costumbres de sus vecinos y sabían que a esa hora y desde ese lugar podrían matar a más gente”. También recalcó la existencia de “un primitivismo cultural y un empobrecimiento afectivo que determina el desprecio por la vida humana (…) los acusados alimentaban sus propias fobias y obsesiones debido a un anormal aislamiento social y a la convivencia en un grupo cerrado”.

Al principio de su detención fueron colocados en la misma celda, pero las autoridades vieron que se pasaban día y noche hablando de los Cabanillas. Optaron por separarlos definitivamente.

Locos de odio

El cineasta Carlos Saura se inspiró en este caso para filmar su película El séptimo día (estrenada en 2004) donde el papel de Luciana Izquierdo lo encarnó Victoria Abril. Por su papel la actriz obtuvo una nominación para los premios Goya.

Al enterarse de la grabación de la película Luciana llamó desde su institución a sus hermanos en la cárcel. Les dijo que quería detener el rodaje. No pudieron hacer nada.

El 13 de enero de 2005 Luciana murió en el psiquiátrico de Mérida donde estaba alojada. Muerte natural. Tenía 77 años, le decían la “Víbora” y cargaba en sus espaldas la convicción popular de ser la verdadera ideóloga de los crímenes y la que había infectado a su familia. ¿El motivo? Aquel casamiento frustrado con Amadeo Cabanillas. Diez meses después murió, en la misma institución mental, su hermana Ángela Izquierdo, 64 años. Ella había tenido siempre un papel menor, el de la sumisa complicidad.

El 13 de diciembre de 2006, falleció en prisión también por causas naturales, tenía problemas cardíacos, Emilio Izquierdo (74).

Solo quedaba Antonio. Obtuvo un permiso especial para dejar la cárcel y acudir al entierro de su hermano. Inefable, ante su tumba, dijo con sus manos esposadas y en voz bien alta: “Hermano, te vas al cielo con 74 años pero te vas con la satisfacción de que la muerte de tu madre ha sido vengada”.

El 26 de abril de 2010, Antonio Izquierdo (72), se ahorcó en su celda en la enfermería, atando unas sábanas. Lo encontraron los guardias colgando, durante la ronda de seguridad de las dos de la madrugada. Unos días antes le habían denegado un pedido para obtener anticipadamente su libertad condicional.

De los Cabanillas solo queda con vida María del Carmen, aquella hija que sobrevivió a la matanza. Se mudó a un pueblo cercano, se casó y tuvo una hija. Pero dicen que no ha conseguido olvidar. A la prensa, cuando la contactaron, le dijo terminante: “No voy a hablar más de aquello. Sufrí mucho”. Punto final.

Donde hay odio, no hay lugar alguno para la inteligencia. Por suerte para Puerto Hurraco, ninguno de los cinco hermanos Izquierdo, tuvo descendencia. El odio, sin herederos con los que alimentarse, por fin parece haberse consumido.

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