La dictadura llevaba casi tres años y medio como dueña de la vida y de la muerte en la Argentina cuando, acorralada por la presión internacional, la junta militar debió aceptar que una comisión enviada por la Organización de Estados Americanos (OEA) visitara el país para investigar las violaciones de los derechos humanos que venía perpetrando desde el golpe que el 24 de marzo de 1976 había derribado al gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón.
Cuando descendió del avión que lo trajo al aeropuerto de Ezeiza la tarde del jueves 6 de septiembre de 1979, el venezolano Andrés Aguilar, titular de la delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), sabía que tenían una misión difícil por delante, porque más allá de la supuesta buena voluntad que parecía mostrar la dictadura al permitir la visita, deberían derribar más de una barrera -entre ellas las del temor y del silencio- y enfrentar más de una escena montada para obstaculizar su labor.
Las denuncias que traían en sus carpetas los miembros de la delegación daban pavor: presos políticos sin proceso y en condiciones inhumanas de encarcelamiento, detenciones ilegales, desapariciones forzadas de ciudadanos, campos clandestinos de concentración y exterminio, torturas, ejecuciones disfrazadas de enfrentamientos, eran solo algunos de los hechos que debían investigar.
La dictadura, además, había preparado una fuerte campaña publicitaria para dar una falsa imagen de la situación en el país a los delegados de la CIDH. Desde los avisos gubernamentales y muchos medios de comunicación se martillaba la idea de la existencia de una “campaña antiargentina” armada desde el exterior para desacreditar a los militares que habían tomado el poder con el sagrado objetivo de salvar a la patria y con ella a la “civilización occidental y cristiana de los embates de la subversión internacional”.
El slogan más difundido sonaba casi como una consigna política era “los argentinos somos derechos y humanos”, pero llamativamente no había sido creado por ningún argentino, sino que era obra de Burson Marsteller, una agencia de relaciones públicas y publicidad con sede en Nueva York contratada por los dictadores un año antes para mejorar su deteriorada imagen. La frase se repetía en radio y televisión, en vía pública y no pocos automovilistas llevaban el sticker en sus vehículos.
El dictador Jorge Videla -que ya no formaba parte de la junta militar, pero continuaba apoltronado en el sillón presidencial- apostaba, además, a aprovechar un posible triunfo deportivo. Al día siguiente de la llegada de la comisión se jugaría en Japón la final del Mundial juvenil de fútbol, donde la selección nacional, capitaneada por Diego Armando Maradona, enfrentaría al equipo de la Unión Soviética. Si los chicos albicelestes ganaban, se convocaría a los argentinos a recibirlos en la Plaza de Mayo para aprovechar su alegría por el éxito deportivo y mostrarla como prueba de que en la Argentina el pueblo vivía feliz y en libertad.
La tragedia y la fiesta
La delegación de la CIDH inició su actividad oficial el viernes 7, cuando fue recibida por el dictador Videla y por los miembros de la junta militar. Después se instaló en las oficinas de la OEA en Avenida de Mayo al 700, a pocas cuadras de la Casa Rosada, para recibir denuncias de familiares de desaparecidos y de presos políticos.
Cuando los delegados comenzaron a trabajar, el triunfo de la selección argentina en Tokio ya era un hecho. Los pibes capitaneados por Maradona habían vencido al equipo de la Unión Soviética por 3 a 1. El partido se jugó en la noche japonesa, pero por la diferencia horaria, en la Argentina los goles se gritaron por la mañana.
La jugada de Videla y la junta para aprovechar la victoria tuvo a su mayor propagandista al relator deportivo José María Muñoz, que desde el micrófono de Radio Rivadavia, utilizó su programa La Oral Deportiva para lanzar una convocatoria popular y desafiar a la CIDH: “Vayamos todos a Avenida de Mayo y demostrémosles a estos señores que la Argentina no tiene nada que ocultar”, machacaba una y otra vez Muñoz, convencido propagandista de la dictadura que, desde la llegada de los militares al poder había abandonado de un día para el otro lo que hasta entonces presentaba como una máxima inviolable: “El deporte no debe mezclarse con la política”.
Mientras Muñoz y otros notorios periodistas de la época lanzaban la convocatoria, centenares de personas respondían a otra que distaba mucho de ser una fiesta y comenzaban a reunirse frente a la sede de la OEA para presentar sus denuncias por violaciones de los derechos humanos cometidas por la dictadura. Esas colas, interminables, serían un hito fundamental para cambiar la historia.
La voz del dictador
El punto más alto de la utilización del éxito futbolístico por parte de la dictadura llegó cuando Muñoz logró comunicarse con los jugadores en el vestuario de la selección y cruzó a Maradona con un Videla cuidadosamente vestido de civil e instalado en el estudio del canal de televisión oficial, ATC, que también lo transmitió.
“Quiero hacerle llegar a usted en mi nombre, en nombre del pueblo argentino, porque está ya ese pueblo con afecto volcado en las calles gritando ‘¡Argentina! ¡Argentina!’. Hacerle llegar, digo, mi más cordial saludo a usted por la destacadísima actuación que le cupo no solamente es este partido sino en toda esta campaña futbolística. Pero también quiero hacerle llegar mi complacencia a usted, en calidad de capitán, por haberse nucleado en ese equipo de jóvenes que está compuesto por tantas individualidades, un sentido, un sentimiento de equipo que nos muestra todo lo que pueden hacer todos los argentinos cuando se dedican a trabajar juntos (…) Y tengan también por seguro que constituyen a través de este evento un claro ejemplo para todos los jóvenes argentinos, que más allá del triunfo del partido, ven a ustedes el triunfo de una juventud optimista que quieren mirar hacia el futuro con amor, con esperanza, con fe. Espero poder verlos a su regreso, que tengan una feliz estadía en ese maravilloso país del Japón y, en corto tiempo, podremos abrazarnos aquí en Buenos Aires”, monologó el dictador, con un inevitable tono cuartelero que desentonaba con su ropaje civil.
El propio Videla se ocupó de que la selección triunfante adelantara su viaje: tras el triunfo y la entrega de trofeos, jugadores y cuerpo técnico viajaron a Río de Janeiro desde Tokio. Allí los esperaba un avión oficial que los llevó a Ezeiza, de allí -sin recoger el equipaje-, en dos helicópteros del Ejército a la cancha de Atlanta, luego en caravana de micros a la Casa Rosada: todo debía coincidir con el horario de salida del trabajo. Los festejos y la alegría de la superficie contrastaban con el país oculto, el de las desapariciones forzadas, las ejecuciones ilegales y los centros clandestinos de detención y tortura.
La Argentina secreta
La comisión estuvo del 7 al 10 de septiembre en Buenos Aires, del 10 al 14 en Córdoba, 14 y 15 en Tucumán, luego los juristas pasaron por Rosario y finalmente volvieron a la Capital Federal para emprender el regreso a Washington el jueves 20 de septiembre. En ese tiempo, además de recibir denuncias en la sede de la OEA, visitaron los centros clandestinos de detención de La Rivera y La Perla, en Córdoba, y El Atlético, el Olimpo y la ESMA, además de varias cárceles para interiorizarse de la situación de los detenidos.
La dictadura había preparado cuidadosamente los escenarios que los miembros de la delegación podrían ver en sus visitas a los centros clandestinos. La mayoría de los relativamente pocos sobrevivientes que quedaban en las instalaciones de la ESMA fueron trasladados a una isla en el delta del Tigre. Se llamaba “El Silencio”. Aunque el nombre parezca una metáfora de la crueldad, el nombre se debe a que se trataba de un lugar de retiro espiritual. La crueldad fue que era propiedad del Arzobispado de Buenos Aires, que se la vendió a la Armada precisamente ese año.
Otros detenidos fueron llevados a una quinta en la zona norte de Buenos Aires, y a un grupo de hombres y mujeres sometidos les dieron vestimenta de marinos y los dejaron disfrazados con la ropa de sus captores durante la visita a la ESMA.
Más brutal fue la estrategia de encubrimiento del general Luciano Benjamín Menéndez. Al saber que la delegación visitaría “La Perla” en Córdoba y otro centro clandestino en Tucumán, ordenó “una limpieza”, es decir, la ejecución masiva de los detenidos.
Pese a todas estas maniobras, al terminar su misión la delegación había reunido 5.580 denuncias que permitieron documentar la tortura y la desaparición forzada de personas en la Argentina. Además, los juristas se entrevistaron con Emilio Fermín Mignone, con el exdiputado democristiano Augusto Conte, con Raúl Alfonsín, Enrique y Graciela Fernández Meijide, Alfredo Bravo, Simón Lázara y otros militantes de organismos de Derechos Humanos.
Un informe lapidario
El informe final, de 294 páginas, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos fue dado a conocer en mayo de 1980 y presentado en la Asamblea General de las Naciones Unidas en noviembre de ese año. Sus conclusiones no dejaron dudas sobre la violencia y la represión ilegal que perpetraba el Estado Terrorista.
“A la luz de los antecedentes y consideraciones expuestos en el presente informe, la Comisión ha llegado a la conclusión de que, por acción u omisión de las autoridades públicas y sus agentes, en la República Argentina se cometieron durante el período a que se contrae este informe -1975 a 1979- numerosas y graves violaciones de fundamentales derechos humanos reconocidos en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre”, decía al presentar las conclusiones.
A continuación, enumeraba y profundizaba sobre las violaciones humanos que había comprobado. Entre otras:
–Al derecho a la vida, en razón de que personas pertenecientes o vinculadas a organismos de seguridad del Gobierno han dado muerte a numerosos hombres y mujeres después de su detención; preocupa especialmente a la Comisión la situación de los miles de detenidos desaparecidos, que por las razones expuestas en el informe se puede presumir fundadamente que han muerto.
–Al derecho a la libertad personal, al haberse detenido y puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional a numerosas personas en forma indiscriminada y sin criterio de razonabilidad; y al haberse prolongado sine die el arresto de estas personas, lo que constituye una verdadera pena; esta situación se ha visto agravada al restringirse y limitarse severamente el derecho de opción previsto en el Artículo 23 de la Constitución, desvirtuando la verdadera finalidad de este derecho. Igualmente, la prolongada permanencia de los asilados configura un atentado a su libertad personal, lo que constituye una verdadera pena.
-Al derecho a la seguridad e integridad personal, mediante el empleo sistemático de torturas y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, cuya práctica ha revestido características alarmantes.
-Al derecho de justicia y proceso regular, en razón de las limitaciones que encuentra el Poder Judicial para el ejercicio de sus funciones; de la falta de debidas garantías en los procesos ante los tribunales militares; y de la ineficacia que, en la práctica y en general, ha demostrado tener en Argentina el recurso de Habeas Corpus, todo lo cual se ve agravado por las serias dificultades que encuentran, para ejercer su ministerio, los abogados defensores de los detenidos por razones de seguridad y orden público, algunos de los cuales han muerto, desaparecido o se encuentran encarcelados por haberse encargado de tales defensas.
El informe final de la CIDH derrumbó la imagen de la dictadura argentina ante el mundo y fue una luz de esperanza para los familiares de las víctimas. Sus conclusiones fueron corroboradas, luego de la recuperación de la democracia, por la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) creada por el presidente Raúl Alfonsín, y confirmadas una y otra vez -con casos particulares- por los testimonios de familiares y sobrevivientes durante el juicio a las juntas militares y en cada uno de los procesos judiciales por delitos de lesa humanidad realizados desde 2003 hasta la fecha.
Cuando se cumplen 45 años de aquella visita de la Comisión, el genocidio perpetrado por el Estado terrorista instalado en la Argentina por la dictadura entre 1976 y 1983 es un hecho histórico que, por la contundencia de sus pruebas, hace imposible cualquier intento negacionista.