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De conversos legítimos a la canallada lacaniana: el daño de un vacío político

Apenas asumido como diputado nacional por el PRO, Eduardo Lorenzo Borocotó saltó al kirchnerismo, en un claro ejemplo de conversión (Foto: NA)
Apenas asumido como diputado nacional por el PRO, Eduardo Lorenzo Borocotó saltó al kirchnerismo, en un claro ejemplo de conversión (Foto: NA)

El término “converso” tiene su auge en la España medieval -”cristianos nuevos”- y hace referencia a aquellas personas que se convirtieron al cristianismo, ya sea por convicción, necesidad, presión social o coacción, u oportunismo. Estos conversos al catolicismo -mayormente musulmanes y judíos perseguidos- fueron objeto de intensas controversias y discriminación durante la Inquisición española, que buscaba detectar a aquellos que practicaban secretamente su fe anterior. Los conversos eran vistos con sospecha, eran objeto de vigilancia constante, ya que se creía que podrían estar simulando su conversión mientras mantenían sus creencias originales en privado, lo que generaba desconfianza y hostilidad extrema hacia ellos.

Como dijimos, los motivos que podían llevar a un individuo a convertirse en converso durante la España medieval eran diversos y complejos. Algunos lo hacían por convicción genuina, buscando integrarse en la sociedad cristiana dominante, por miedo o temor, o para acceder a oportunidades económicas o políticas -mero oportunismo, ninguna convicción-. Aquí empecemos a hacer foco en esta última motivación.

El término “el fanatismo del converso” se refiere a una percepción negativa que ha existido históricamente en algunas sociedades respecto a aquellos que se convierten de una religión a otra, especialmente cuando se trata de mutantes que adoptan con fervor excesivo la fe a la que se han convertido. Esta noción sugiere que los conversos pueden demostrar un celo extremo en la práctica de su nueva fe, a menudo como una forma de demostrar su lealtad y evitar sospechas de no ser verdaderamente y convincentemente convertidos.

Es importante señalar que la noción del “fanatismo del converso” refleja estereotipos y generalizaciones que no deben ser aplicados automáticamente a todos los individuos que cambian de religión. Cada converso vive su proceso de conversión de manera única y personal, y es importante evitar caer en juicios simplistas o discriminatorios basados en valoraciones históricas, culturales, o meramente coyunturales.

En el ámbito de las ciencias políticas, o la práctica política propiamente dicha, podemos establecer ciertas conexiones o paralelismos entre los conceptos de “converso” y “fanatismo del converso”. En política, el término “converso” puede referirse a un individuo que cambia de afiliación política, partido o ideología. Al igual que en el contexto religioso, un “converso político” es alguien que adopta una nueva postura política o ideológica diametralmente diferente -no solo de matices- a la que anteriormente sostenía.

Así también, al ensayar un vínculo entre la conceptualización de “fanatismo del converso” al ámbito político, podríamos interpretarlo como aquel comportamiento extremo, fervoroso o excesivo que muestra un individuo tras cambiar drásticamente de afiliación política. En este sentido, un “fanático converso político” podría ser alguien que adopta una nueva ideología o partido con un celo exagerado, mostrando una lealtad extrema que podría ser percibida como intolerante o radical, incoherencia absoluta, y manifiestamente oportunista.

De convertido legítimo al concepto que lo distorsiona: Real Academia Española

A esta altura del relato, es preciso aclarar que debe respetarse a aquel que, con sincera convicción, decide convertirse a otra religión o a defender otras ideas políticas. Ahora bien, eso es una cosa y otra el que, en especial en la política, las “conversiones fanáticas” no son una, sino varias. Y no solo de matices dentro de un mismo marco de ideas centrales o nucleares que se mantienen -que es comprensible, son solo matices-, sino que cambia y defiende ideas absolutamente contrarias a las que hasta poco tiempo defendía a ultranza.

Una aproximación lingüística-conceptual nos la da la Real Academia Española (RAE), cuando enseña, enmarca y define como una de las acepciones de la palabra “tránsfuga” a la conducta de una “persona que abandona una organización política, empresarial o de otro género, para pasarse a otra generalmente contraria”[I]. Etimológicamente, el prefijo “trans”, de origen latino, significa, básicamente, “detrás de, al otro lado de” o “a través de” y “fuga”, el que huye. Es decir que, etimológicamente hablando, significa “aquel que escapa a otro lugar”.

Tengamos presente que esta definición académica, y su etimología, contienen solo un cambio brusco, no varios como el caso que analizamos. No he encontrado en la RAE un concepto que defina a tal reiteración (¿multiconverso, multitránsfuga? Tal vez).

Cuando huelgan los ejemplos, emerge el daño.

En nuestra historia política abundan, lamentablemente, ejemplos de políticos que llegan a la política defendiendo las ideas de un partido o de determinada ideología y pasan, sin solución de continuidad, a defender ideas diametralmente opuestas a las que otrora invocaban como las correctas. Y en varias oportunidades. En ocasiones, estos políticos transitan desde posiciones cercanas a la izquierda hacia el centro, para luego desplazarse hacia la derecha y, finalmente, abrazar posturas extremas de dicha tendencia -y viceversa-, desplegando una consistencia inusitada en sus reiteraciones de saltos ideológicos. Esta reiteración de la mutación ideológica podría estar motivada, aparentemente, por la ambición de obtener o mantener cargos políticos, llevándolos a renunciar sin titubeos a las ideas que defendían, o que decían defender.

Es oportuno reflexionar sobre por qué esta práctica de mutar repetidamente de lealtades políticas evade la atención crítica de los políticos conversos fervorosos en sus cambios, evitando consecuencias políticas mayores para sí de su viraje ideológico drástico. Quizá sea porque el sistema político no contempla ni sanciona tales actos -con normas específicas o cultura política-, permitiéndoles arraigar e, incluso, propiciando que sean aceptados con naturalidad o pasividad por la sociedad, sin demasiadas implicancias.

Aun así, tal normalización no carece de consecuencias. Se podría argumentar que la crisis de representación política en la sociedad guarda una relación directa con estos comportamientos, entre otras muchas causas, más trascendentes seguramente. Sin embargo, ¿cómo puede esperarse que la sociedad crea en un mensaje político cuando el mensajero ha demostrado una falta de coherencia en su derrotero ideológico al defender férreamente posturas tan divergentes y contradictorias entre ellas?

Consideremos, en un juego hipotético, cómo en países que a menudo se presentan como ejemplos de democracias consolidadas, tales prácticas funcionarían. Imaginemos el caso en Estados Unidos, donde suceda la conversión de un demócrata al Partido Republicano; o en España la adhesión de un político socialista a Vox; o incluso en Inglaterra la transición de un laborista a las filas del Partido Conservador; o pensemos en Italia el pase del Partido Fratelli D´Italia a la Sinistra Italiana, entre otros tantos ejemplos que, en homenaje a la brevedad, obviamos. En tales contextos, es muy probable que la carrera política de estos individuos llegara a su pronta conclusión, o quedara gravemente lastimada o con incipiente agonía terminal. Sin embargo, la realidad dista de la de nuestro pago chico, donde estas metamorfosis ideológicas bruscas pueden llevarse a cabo con relativa normalidad, con inmunidad. Pero no es gratis.

Una mirada desde la psicología. Malestar en la cultura política. El vacío político, ocupado por la canallada lacaniana

Como señalamos en nuestra anterior columna (ver “El Malestar en la Política”, https://www.infobae.com/opinion/2024/06/19/el-malestar-en-la-politica/)[II], “la política” o el “campo político” y su marco principal de actuación construido por “la cultura-civilización”, la democracia representativa, es receptora también del malestar del sujeto -aquellas frustraciones y enojos que más arriba señalamos-. Éste lo expresa muchas veces sin ambigüedad, en ocasiones de manera informal y, principalmente, cuando lo hace dentro de los marcos institucionales, formales. Explícitamente: cuando vota, cuando puede expresarse -cualquiera sea el medio-. Ahora bien, ¿esa reacción frente a la insatisfacción (por “la infelicidad o la no-felicidad” prometida por “la política”) es siempre productiva, o puede ser una reacción inconsciente y autodestructiva? Freud señaló que, muchas veces, los seres humanos, en la búsqueda del placer, se encuentran en forma repetida con el displacer. Mientras el placer busca el equilibrio y reducir al mínimo la tensión, el displacer suele aparecer como un intento fallido y repetido en la búsqueda de placer. Elijo y/o me expreso como consecuencia del malestar -buscando “felicidad”-, fallo, y obtengo nuevo displacer, que incluso puede ser mayor.

Una satisfacción en el displacer, una oscura satisfacción en la que la desgracia propia o ajena se constituye como un “goce en el mal”. Esta fue la conclusión de Freud en “El malestar en la cultura”[III], la pulsión podía, en su búsqueda fallida de placer, transformarse en una pulsión mortífera con la suficiente potencia como para extenderse al campo social y colectivo. Por esta razón no es este un asunto psicoanalítico, sino un problema político de primer orden. Es lo que se conoce clásicamente con el término “pulsión de muerte”, nos dice Jorge Alemán [IV]. En este orden, y volviendo al autor del “Malestar”: “…Particular significatividad reclama el caso en que un número mayor de seres humanos emprenden en común el intento de crearse un seguro de dicha y de protección contra el sufrimiento por medio de una transformación delirante de la realidad efectiva…”.

Ahora bien, retomando y asumiendo que parte de ese Malestar está construido, entre muchas otras, como ya dijimos, por la conducta que en este artículo es motivo de reflexión, las múltiples conversiones políticas fanáticas, en las que quienes las realizan manifiestan una absoluta falta de remordimiento y culpa por cada nuevo viraje ideológico, consecuentemente nos lleva a pensar en una estructura de personalidad -rasgo y/o trastorno- que le permitiría avanzar en esa dirección sin inhibición alguna, y que fuera ya analizado en “Psicopatía y política: psicoeducación como antídoto”(https://www.infobae.com/opinion/2024/04/26/psicopatia-y-politica-psicoeducacion-como-antidoto/)[V] , al que remitimos en homenaje a la brevedad y del que solo reiteramos la idea del vínculo frecuente entre los rasgos psicopáticos y la política, donde podría encontrarse el marco de personalidad propicio para adoptar esta conducta sin remordimiento ni culpa alguna, como se dijera. Como dijimos ahí, se impone aclararlo: “…Como precaución, señalemos que no es posible generalizar y afirmar que todos o la gran mayoría de los políticos tienen prevalencia de rasgos o trastornos psicopáticos, ya que la política es un ámbito amplio y diverso que incluye a personas con una variedad de rasgos, características y motivaciones, muchas veces altruistas…”.

Retomando una aproximación a la mirada de la ciencia de la mente y la conducta -la Psicología-, Jacques Lacan, con su particular enfoque, en el “Reverso del Psicoanálisis”[VI] enseña: “…toda canallada se basa en esto, en querer ser el Otro, me refiero al Otro con mayúscula, de alguien, allí donde se dibujan las figuras que captarán su deseo”. Y, como se dijo, la falta de culpa, y falta de responsabilidad son rasgos que predominan en las personalidades psicopáticos: “…un canalla que siempre encuentra justificaciones para sus actos sin culpa ni responsabilidad alguna, puede ser perfectamente compatible con la normalidad social y política…”[VII] .Así, el político varias veces convertido busca ponerse en el lugar del deseo del Otro con el objeto de captar o manipular su decisión en pro de conseguir un lugar de poder o de mantenerlo, a expensas de “traicionar” lo que hasta en tiempo inmediatamente anterior sostenía ostensiblemente con ahínco.

En suma, la conversión política varias veces reincidente, oportunista y sin solución de continuidad, flaco favor hace al camino de la búsqueda de la solidez de la democracia y la confianza en el sistema político. Por ende, poner de relieve este fenómeno podría representar el primer paso hacia un sistema democrático maduro y consolidado que, en aras de su propia supervivencia y legitimidad, se vea compelido a prevenir, desalentar, inhibir y, llegado el caso, penalizar estas prácticas tóxicas.

Es por eso que, ante la ausencia de normas que limiten ese accionar, y de una cultura política que lo sancione o inhiba, se forma el continente perfecto para ser llenado por conductas canallas, en terminología lacaniana y, en muchos casos, también coloquial.

El primer paso, necesario pero no suficiente, es visibilizarlas.

Referencias:

[I] Real Academia Española

https://dle.rae.es/tr%C3%A1nsfuga

[II] Feliú M., en Infobae. El Malestar en la Política

https://www.infobae.com/opinion/2024/06/19/el-malestar-en-la-politica/

[III] Freud, S. El malestar en la cultura. Buenos Aires. Editorial Amorrortu, 2019.

[IV] Alemán, J. Argentina: La pulsión de muerte desencadenada. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/595621-argentina-la-pulsion-de-muerte-desencadenada

[V] Feliú M., en Infobae. Psicopatía y política: psicoeducación como antídoto.

https://www.infobae.com/opinion/2024/04/26/psicopatia-y-politica-psicoeducacion-como-antidoto/

[VI] Lacan, J. El reverso del psicoanálisis. Ed. Paidós. Buenos. Aires. 2021. Pág. 64.

[VII] Mollo, J.P. La canallada y los canallas de nuestro tiempo. Recuperado de https://www.revconsecuencias.com.ar/ediciones/003/template.php?file=arts/variaciones/mollo.html

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