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El adiós de las galletas La Aurora, un manjar hecho en Bucaramanga

No hay santandereano alguno, al menos los de vieja data, que no haya degustado una galleta La Aurora. De manera literal, fue un manjar exquisito que en 1937, por allá en el mes de febrero, se convirtió en la primera galleta ‘made in Bucaramanga’.

Si bien la receta tenía un singular sazón europeo, se convirtió en un alimento tradicional de los bumangueses y, en general, de los colombianos.

El forjador de la empresa fue don Miguel Ordóñez Cadena, quien en 1932 viajó a Bruselas, Bélgica, para formarse como tecnólogo en galletería. En 1935, con el equipo de maquinaria necesario, británica y alemana, regresó a Bucaramanga y, año y medio después, él mismo hizo el montaje de la que sería la emblemática galletería santandereana. Cuentan que todo el montaje lo hizo él mismo, o mejor, que él fue el cerebro de un sueño hecho realidad y que se prolongó durante 85 años.

Estos comienzos, a decir verdad, tienen el nostálgico tono del recuerdo y de la añoranza de los tiempos idos y amables.

Varias generaciones de santandereanos crecimos saboreando las exquisitas galletas que don Alejandro Ordóñez preparaba, mezclando blancos terrones de azúcar con multicolores esencias y el delicado fruto del trigo.

Estaban la Fantasía, la Doble Crema, la Extra, la Marie o la Media Luna, las cuales se servían en las mesas de muchos hogares y hacían las delicias de propios y extraños. Había que ver la galleta con cuatro merengues pequeños en sus puntas. Incluso, alcanzó a salir al mercado ‘Delirio’, una galleta rellena de arequipe y bañada en chocolate.

Se dice que se alcanzó a producir hasta media tonelada de galletas mensuales en sus últimos años.

Pese a los tiempos modernos, la fábrica no dejó de estar en esa casona de bahareque que, entre los mismos ladrillos de décadas anteriores, se mantuvo en pie sobre la calle 34, entre carreras 17 y 18. Tuvo que librar, de lado y lado, la presión de nuevas edificaciones.

En efecto, la fábrica se conservó casi intacta desde 1937, cuando don Alejandro le dio vida y la convirtió en una de las mayores competencias de Galletas Noel.

En esa vieja sede, al traspasar la puerta de entrada de la fábrica La Aurora, el tiempo parecía detenerse en el ayer. Cada rincón, grande o pequeño, hacía evocar la cocina de la abuela y el suave olor que despedía la cacerola del dulce puesta en el fogón.

Era necesario cerrar por un momento los ojos para abrirlos luego a la realidad, una realidad que traía una sola vieja casona con techos de madera y pesada maquinaria que durante años de esfuerzo construyó -y algunas veces importó- don Alejandro.

Dicen que para los dueños de esta fábrica, cada empleado era como parte de la entrañable familia Ordóñez, y que en ese lugar se fueron cocinando sazones de cariño, aprecio y tradición, como si cada galleta llevara un pedacito de amor y de recuerdos compartidos.

Pero el tiempo fue implacable, y don Alejandro tuvo que partir a diseñar su fábrica en el cielo. Y aunque en su hijo, Miguel, se plasmaron las facciones del patricio, él tuvo que enfrentar la dura prueba de colocar la tradicional fábrica de frente a los retos que imponía el progreso de comienzos del 2000. Su batalla logró mantener la tradición, pero no por mucho tiempo.

El calendario pasó, y el viejo horno inglés fue desmontado y los anaqueles de madera fueron reemplazados por otros. Las nuevas generaciones crecieron y la motivación ya no fue la misma.

La familia vendió la fábrica en 2022 y lo que vino después ya es más para una historia que aún está por contar.

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