Carlos Seara tenía 28 años y un futuro evidentemente promisorio en la medicina cuando le ofrecieron trabajar en una misión delicada: cuidar a Juan Domingo Perón. El General, viejo y enfermo pero otra vez al frente de los destinos del país, había vuelto después de casi dos décadas de exilio y proscripción. Era noviembre de 1973 y al joven cardiólogo infantil, empleado del Hospital Italiano, lo mandaron a hacer guardia a una casa pegada por medianera al célebre chalet de Gaspar Campos que ocupaban el presidente argentino, su mujer María Estela Martínez y su secretario, ex policía, chamán porteño y ahora ministro, José López Rega.
Carlos empezó su tarea gustoso, con el vértigo que significa semejante aventura, pero una duda, casi un temor, le empezó a arder por dentro a medida que pasaban los días y la guardia se mantenía pasiva. “¿Sabrá el General que del otro lado de la pared hay un médico las 24 horas, listo para, de ser necesario, sacarle la remera, darle órdenes, tocar su cuerpo? ¿Y cuando eso pase cómo voy a hacer si me toca? ¡Es Perón!”, se preguntaba Carlos, que de algo estaba seguro: iba a pasar, tarde o temprano la emergencia ocurriría.
Casi dos meses después todo seguía igual: la tranquilidad aparente, el ardor interior, la tensión cada vez más marcada. Era la calma que precedía a la tempestad y Seara lo sabía. Todo cambió la mañana del 1 de enero de 1974, bien temprano en Vicente López, cuando Carlos vio por la ventana que, del lado de Gaspar Campos, aparecían las siluetas de López Rega y de Perón y que ambos caminaban por el parque de la casa hacia donde él estaba. “Feliz Año Nuevo, doctor”, le tendió la mano el mito cuando entró a la casa y luego se sentó a la mesa donde Carlos estaba por desayunar.
Seara, algo nervioso pero aliviado al fin, le ofreció café, luego se retractó y le dijo “mejor un té, General, usted no puede café” y mientras le servía escuchó a Perón, al militar que había cambiado las cosas para siempre en Argentina, a una de las personalidades más resonantes de la historia política del siglo, que como un padre o un abuelo le preguntaba, mientras sostenía una rodaja de pan y se aproximaba a la mermelada: “¿Le hago una tostadita, doctor?”.
El 1 de julio de 1974, medio año más tarde, tras una acumulación de problemas de salud que se habían agravado en el último tiempo Juan Domingo Perón murió en los brazos de Carlos Seara luego de tres horas durante las que un equipo de médicos había intentado reanimarlo.
Para el cardiólogo, nacido en Lomas de Zamora, fanático de Independiente y recién casado, en esa breve temporada entre Gaspar Campos y Olivos, se había forjado entre ambos algo así como una amistad, una relación de cordialidad, complicidad y respeto: habían viajado, habían seguido el Mundial de Alemania juntos por TV, habían visto en el microcine de la Quinta de Olivos varias películas, incluido el estreno privado de La Patagonia Rebelde, se habían escapado de la custodia, como dos niños, y habían salido a pasear por la avenida Libertador a bordo de un Fiat 130 que la empresa italiana le acababa de regalar al General.
“Era muy simpático, muy compinche, pero estaba viejo, estaba enfermo”, cuenta Seara a Infobae. “El 1 de julio tuve conciencia de que se moría un pedazo de historia delante mío pero a la vez lo que surgía era la reflexión más obvia sobre la muerte. No somos nada. Tanto poder y nos morimos todos igual, vulnerables, Perón estaba en calzoncillos”, remarca para entender la vulnerabilidad como parte de la condición humana, el médico, a poco de cumplir los 80 años.
Es el último de los médicos que atendieron al fundador del movimiento justicialista en su vuelta al país vivo. Era el más joven del equipo que armaron para montar una guardia las 24 horas y monitorear la salud del General. Seara mira por la ventana de su amplio departamento en Recoleta y dice, como si expulsara un pensamiento en voz alta: “Y yo pensé que si se terminaba Perón se terminaba su obra, qué equivocados estábamos los que en ese momento creímos eso”.
Seara -su hijo Mariano está rodando un documental sobre su vida- se había formado en Estados Unidos y era un prometedor cardiólogo infantil en el Italiano. Estaba de novio, a punto de casarse (lo haría durante su trabajo al lado de Perón y recibiría, de su parte, un costoso juego de valijas como regalo), iba todos los domingos a ver a Independiente y venía de una familia de comerciantes acomodados de Lomas de Zamora, todos profundamente antiperonistas.
“Ellos sabían que yo no era peronista pero era confiable, un profesional que no se iba a mandar ninguna macana y él era Perón, el mismo que yo había visto de chico. No se olvide que yo nací el año del 17 de octubre (1945). Él con sus custodios y la gente que lo rodeaba tenía un trato frío y distante, claro, era el General, pero conmigo siempre fue amable, afable y nos tomamos cariño”, narra.
Seara integró un equipo de media docena de médicos que se turnaban para estar atentos a la salud del líder justicialista. De las charlas clásicas entre médicos de hospital pasó, de repente, a convivir con custodios, militantes, policías, militares y las conversaciones se fueron para el lado de la política y las armas. Los días calurosos propiciaron que Perón y el cardiólogo comenzaran a cruzarse en los paseos que el presidente hacía por el parque de la quinta y que lo invitara a acompañarlo.
En su libro “Perón. Testimonios médicos y vivencias”, firmado junto a su colega Pedro Ramón Cossio, Seara narra una de esas charlas en las que el líder le dijo: “Mire doctor, yo la verdad es que no vine a la Argentina para ser presidente, yo quería venir a vivir tranquilo, ser una figura de consulta para cuestiones macropolíticas. Pero ya ve…”. Pasaba que una disputa entre las facciones de “izquierda” ligadas a Perón y las sindicales, más ligadas a la “derecha”, empezaba a enturbiar la atmósfera del regreso del peronismo al poder. “Parece que Perón no estaba del todo informado acerca de cuán descontrolada estaba la Argentina. Que se encontró con algo peor desde todo punto de vista”, consideró Seara.
En ese contexto, el médico recuerda una tarde que Perón lo invitó al microcine de Olivos. Le habían traído la cinta de La Patagonia Rebelde, una película que luego sería famosa, basada en el libro de Osvaldo Bayer, La Patagonia trágica, dirigida por Héctor Olivera. “La vi sentado a su lado. Le gustó a Perón, le gustó mucho y me dijo: ‘Esto fue tal cual, fue así, doctor’. Pero también me susurró: ‘Esto no se puede dar ahora’. Él creía que era incentivar a la violencia, que ya estaba en las calles, y también una lucha que él mismo había agitado antes, la lucha de clases”, cuenta.
Además, Seara tenía un lugar en la butaca trasera de un Torino blindado en el que los custodios de Perón iban tras el auto presidencial en sus salidas. Recuerda la sorpresa de la primera vez, cuando uno de los hombres armados que protegían al General le preguntó: “¿Doctor, sabe tirar? Abajo del asiento tiene un arma, si tiran, usted tire”.
– Usted estaba por casarse. Tenía 28 años. ¿No le dio miedo meterse en ese mundo?
– No, no. Fue fabuloso. Siempre, y sobre todo a esa edad, he sentido como que a mí no me iba a pasar nada, con esa especie de inconsciencia. Pero además, una sensación de impunidad. Porque ¿cómo va a venir un loco a tirarnos a nosotros? Aunque ya había una batahola interna importante.
– En su libro cuenta que Perón le regaló valijas y que López Rega e Isabel le dieron un sobre con plata para su casamiento. ¿Cómo era la relación con el ex ministro de Bienestar Social y la influencia que generaba sobre el presidente?
– Perón lo trataba de general a comisario. ‘Lopecito, hacé tal cosa o tal otra’. Y él obedecía. Era una relación de sumisión, que creo que fue inteligente de parte de López Rega porque le daba mucha carta blanca para ciertos asuntos que de pronto no se notaban tanto. Andaba armado. Yo lo vi en el viaje que hicimos con Perón a Paraguay. Salí a caminar por unos jardines que tiene el Palacio López y nos encontramos, andaba con un revólver en la cintura. ‘¿Qué hace con eso, Ministro? ¿Por qué no pide custodia?’, le pregunté. Y él me respondió: ‘Acá hay que andar siempre preparado. Nunca se sabe. Nunca se sabe el momento que puede venir un atentado’.
– ¿Ese viaje a Paraguay, hecho en junio del 74, y que duró muchas horas entre vuelos de avión, helicóptero y navegación desde Misiones fue determinante para el deterioro final de la salud de Perón?
– Fueron muy malas las condiciones meteorológicas y además hubo mucho estrés que perjudicó al General. Pero fue una experiencia impresionante, cuando llegamos a Asunción en el barreminas, había muchísima gente en las orillas del río y él salió al puente a saludar y yo lo acompañé, cómo me iba a perder ese momento. Entonces le dije ‘qué momento, General’ y él estaba muy emocionado y me respondió ‘qué cosas tiene la vida’.
El 17 de junio fue el último día que Perón trabajó en Casa Rosada. Luego ya no se movió de Olivos. Su salud se deterioró rápidamente, después de meses de tranquilidad para los médicos. Se difundió como un “estado gripal” pero la realidad es que se habían incrementado las dolencias cardíacas que el General arrastraba desde sus días en Madrid.
“Perón ya estaba mal. Era un multi enfermo. Estaba enfermo de varios órganos. Él creo que sabía. Vinieron los discursos de despedida, el famoso de ‘llevo en mis oídos’ (NdR: 12 de junio de 1974), de alguien que sabe que no va a vivir. Ya tenía dos o tres infartos”, detalla Seara.
– ¿Conversaba sobre sus problemas con él?
– Lo que pasa es que ni nosotros lo queríamos ver eso porque Perón aún tiene un aura inmortal. No se podía morir. Además, a nadie le convenía que se muriera.
– ¿Y de la muerte habló con él?
– Nunca. Yo en realidad con Perón quería hablar de fútbol, de política, de anécdotas.
Los últimos días de junio Perón hizo un edema agudo de pulmón y se desencadenó el desenlace. Una tarde el General sufrió una suba intempestiva de su frecuencia cardíaca y le dijo a Seara: “Me ahogo, doctor, me ahogo”.
– Entonces le hice un cateterismo, yo estaba muy acostumbrado a hacerlo porque lo practicaba con niños, y lo recuperamos. Como el tratamiento del edema agudo de pulmón implica darle algunas drogas que lo pueden sedar Perón no se despertó y lo cambiamos de cama porque él estaba en una cama francesa grande, muy incómodo y teníamos que tenerlo medio sentado.
– ¿Usted notó que ya no se recuperaría?
– Estaba medio estuporoso, el edema fue deteriorante. No quedó totalmente lúcido. Las enfermeras ya estaban totalmente con él. De golpe tomaba conocimiento de lo que pasaba, de golpe no, pero eso fueron horas, porque después al otro día amaneció y se murió.
Eso ocurrió en Olivos, donde Seara y los otros médicos cuidaban a Perón desde el cuarto de al lado donde yacía él. A las 10.20 del 1 de julio escucharon un grito de la enfermera Norma Baylo. El monitor telemétrico mostró un cuadro de fibrilación ventricular seguido de un paro cardíaco. Los médicos corrieron hasta la cama del General y lo bajaron al piso para poder hacer las maniobras de reanimación sobre una superficie dura.
Ya estaban allí Isabel y López Rega. En menos de dos minutos lo intubaron y le comenzaron a aplicar drogas cardiotónicas como la adrenalina, además de masajes cardíacos. La escena era trágica. Pasó una hora, y después otra, mientras los médicos se turnaban para intentar devolverlo a la vida. En un momento, López Rega se le acercó a Seara y le habló al oído. “Si lo sacás, te hago conde”, le dijo.
– Yo sabía que se me iba a morir. Pero había un aire de incredulidad cuando Perón estuvo en el piso, un silencio sepulcral. Nadie decía nada. Se miraban. Ahí seguimos hasta la una y cuarto, cuando me paré y le dije a Isabel: ‘Señora, discúlpeme, pero esto, hay que parar, no va más, ya esto…’ Ella estaba emocionada pero tranquila. ‘¿Se murió?’, me preguntó. Sí, se murió.
– ¿Pudo despedirse de su amigo?
– Nunca nadie me hizo esa pregunta. Bueno… Todos nos pusimos a llorar. Algunos, intensamente. Otros más tenuemente. Éramos siete médicos que lo acabábamos de declarar muerto a Perón, llorando. Era una escena, como le puedo decir, una escena dramática.
– ¿Y qué pensó cuando finalmente comprobó que era irreversible?
– Tuve una sensación fuerte, de cómo alguien con tanto poder en un segundo se transforma en nada. Finalmente había llegado el momento.
Seara mira por la ventana. En la plaza de Recoleta dos niños corren detrás de un globo celeste. Hace frío y la ciudad está tranquila. El médico de Perón viaja en su silencio 50 años atrás y suelta lo último que tiene para decir: “Qué ilusos fuimos los que creíamos que Perón se moría ahí. Nunca se murió”.