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J. Edgar Hoover, el inescrupuloso que llevó el FBI a la cima del espionaje y al que Kennedy no pudo echar

J. Edgar Hoover en el Salón Oval de la Casa Blanca. Encabezó el FBI a lo largo de ocho presidencias de los Estados Unidos.
J. Edgar Hoover en el Salón Oval de la Casa Blanca. Encabezó el FBI a lo largo de ocho presidencias de los Estados Unidos. (Everett/Shutterstock/)

“No se puede echar a Dios”, dijo alguna vez John Fitzgerald Kennedy. Fue, junto a Lyndon Johnson y Richard Nixon, uno de los presidentes estadounidenses que quiso despedir a J. Edgar Hoover y para que, de una vez por todas, dejara de ser el director todopoderoso del FBI. Quiso pero no pudo. Es que, al momento de su Presidencia, Hoover le había hecho saber a JFK que conocía -y podía probar- su romance con una mujer sospechada de ser espía alemana durante la Segunda Guerra Mundial, y otro affaire con la novia oficial de un integrante de la mafia neoyorquina.

La averiguación de los detalles más minuciosos de las vidas de sus investigados para poder chantajearlos fue una de todas las características del imperio de J. Edgar Hoover, un hombre que llegó a la cumbre del espionaje el 10 de mayo de 1924, hace exactamente cien años, y que sólo bajó de esa cumbre en mayo de 1972, cuando un paro cardíaco de madrugada terminó con su vida a los 77 años.

La gestión de Hoover fue, contra la voluntad de varios de los ocho presidentes que fueron contemporáneos a su poderío, vitalicia. Y el impacto de eso fue que una de las primeras medidas que tomó Nixon tras la muerte de J. Edgar fue limitar el mandato de cualquier director del FBI a un máximo de diez años. Fue, también, una revolución absoluta en el campo de la investigación, la inteligencia y hasta la ciencia forense. Y fue el imperio de una administración personalista, persecutoria y sin escrúpulos a la hora de apelar a métodos ilegales para amedrentar a aquellos que no simpatizaran a Hoover y su forma de ver el mundo.

Una madre a la que no pudo soltar y una fraternidad racista

J. Edgar Hoover nació en Washington D.C., como predestinado a ocupar un lugar en el epicentro administrativo de los Estados Unidos. De su infancia se sabe poco: los registros sobre sus primeros años casi no existen y la reticencia de Hoover a que todo eso se conociera fue constante, aunque no creyera demasiado en el derecho a la privacidad aplicado a su prójimo.

Sí se sabe que nació en 1895 en Capitol Hill, uno de los barrios más acomodados de la capital estadounidense, y que la relación con su padre fue casi inexistente. En los primeros años del siglo XX, Dickerson Naylor Hoover sufrió varias crisis nerviosas por las que lo internaron en instituciones psiquiátricas. Todo eso lo alejó de su hijo, y fue en una de esas internaciones que murió, por “melancolía e inanición”, según consta en su acta de defunción.

Los cuarteles centrales del FBI llevan el nombre de Hoover, en Washington. EFE/Jim Lo Scalzo
Los cuarteles centrales del FBI llevan el nombre de Hoover, en Washington. EFE/Jim Lo Scalzo
(JIM LO SCALZO/)

La relación de J. Edgar con Annie, su madre, fue todo lo contrario. Dependía al extremo de ella, en su niñez padecía terror ante la posibilidad de no verla más y vivieron juntos hasta 1938, cuando Annie murió y Hoover llevaba catorce años al frente del FBI.

Pero hay otro integrante clave dentro de su familia: William Hitz, un primo de su madre, que en 1916 fue nombrado juez del Tribunal Superior del Distrito de Columbia. Él sería quien movería sus contactos para que, ya recibido de abogado, J. Edgar consiguiera un puesto en el Departamento de Justicia. Pero para eso faltaba.

Primero Hoover deslumbraría a sus compañeros y docentes en el Reserve Officer’s Training Corps, una institución dependiente del Ejército, en el que participó activamente en los equipos de debate. Su argumentación para atacar el voto femenino y la abolición de la pena de muerte le valió un comentario dedicado enteramente a su persona en el periódico de la institucion. Lo definían con una palabra: “Implacable”.

Estudió Derecho en George Washington University y de esos años hay dos datos que atravesarían la vida de Hoover hasta el final. Por un lado, mientras estudiaba trabajaba en la Biblioteca del Congreso. Fue esa experiencia la que le enseñó a trabajar con fichas, algo que sería determinante a la hora de organizar la información sobre distintas personas investigadas por el FBI. Por otro lado, los años universitarios forjarían para siempre las convicciones racistas de Hoover: se unió a la fraternidad Kappa Alpha, de ideología abiertamente segregacionista, y no dejó de participar nunca más de las actividades de esa organización. Es más, su gestión en el FBI fue rodeado de sus camaradas de fraternidad en su círculo más cercano: confiaba en ellos porque confiaba en su mirada sobre su país.

Una carrera meteórica y un profesionalismo inédito

En 1917 J. Edgar Hoover entró a trabajar al Departamento de Justicia. Dos años después ya era ayudante del fiscal general de los Estados Unidos, y hacia 1921 se convirtió en el ayudante principal del director del Bureau of Investigation, una institución a la que en 1935 se le sumaría lo de “Federal” al nombre para convertirse en el emblemático FBI.

Dirigido por Clint Eastwood, Leonardo DiCaprio encarnó a Hoover en el cine.
Dirigido por Clint Eastwood, Leonardo DiCaprio encarnó a Hoover en el cine.

En ese rol, se destacó enseguida por su capacidad para organizar redadas contra anarquistas, comunistas y partidarios de la Revolución Rusa que participaban de la actividad sindical. Para ese entonces llegó a su vida Hellen Gandy, su secretaria personal, que sería su subordinada de mayor confianza a lo largo de toda su vida y que, sobre el final, tendría un rol fundamental para la trayectoria de Hoover. Pero para eso, una vez más, todavía faltaba.

En 1924, a instancias del entonces presidente Calvin Coolidge, J. Edgar fue nombrado director del Bureau, puesto que no abandonaría nunca más y en el que sería testigo y también parte de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles de la comunidad afroamericana y la Guerra Fría, entre varios otros grandes fenómenos que delinearon el siglo XX.

Coolidge eligió a Hoover para que borrara de la institución cualquier sospecha de corrupción, algo que, en un principio, el flamante director llevó a cabo con eficiencia. A la vez que eliminaba corruptos, también eliminaba posibles competidores para su carrera.

Pero su revolución en el Bureau recién empezaba. Hoover impulsó la creación de un extensísimo banco de huellas dactilares, así como la profesionalización del trabajo en la escena del crimen, tanto en términos forenses como tanatológicos. Creó la FBI National Academy, una escuela de espías y detectives que lograría que la institución se volviera icónica en el mundo.

También extendió la presencia territorial de esa fuerza policial a lo largo de todo el territorio de Estados Unidos, aunque eso le dio pie para desterrar en las dependencias rurales más inhóspitas y menos necesarias a aquellos agentes que quería castigar o sacarse de encima. Sería una de todas las formas en las que Hoover cometía excesos a la hora de ejercer el poder.

Chantaje, abusos de poder y un enemigo predilecto

En sus primeros años en el poder, Hoover combatió a los gángsters y a la mafia italiana: eran los tiempos de la Ley Seca. Varias décadas después, incluso tras su muerte, distintas biografías deslizarían la hipótesis de que, sin embargo, ese combate no fue con todo el peso de la ley sino que hubo negociaciones y hasta concesiones a la mafia para que, a la vez, sus líderes más encumbrados no revelaran detalles sobre la vida personal de Hoover.

Debate presidencial entre Kennedy y Nixon
John Fitzgerald Kennedy, uno de los presidentes que deseaba echar a Hoover pero fue víctima de su chantaje. (Hugo Martin/)

J. Edgar nunca armó una familia. Pasó décadas acompañado no sólo en la vida laboral sino también en la vida personal por Clyde Tolson, su director adjunto en el FBI. Con él trabajaba, cenaba, iba al hipódromo y vacacionaba. Con él lo asociaba nada menos que Truman Capote cuando los describía, con sorna, como “Johnny and Clyde”. Y fue Tolson quien heredó los bienes de Hoover tras su muerte y quien recibió la bandera que cubría el ataúd en el funeral de Estado con el que se lo homenajeó.

Los rumores de que Hoover y Tolson eran pareja crecían con el correr de los años, y eso fogoneó la idea de que la mafia italiana tenía en su poder algunas imágenes que “develeban” la identidad homosexual del director del FBI. Lo cierto es que, en su rol institucional, la homofobia fue una de las características de la gestión Hoover: toda vez que pudo chantajear a algún espiado por haber detectado un encuentro con alguien de su mismo sexo lo hizo.

Esa información, la de las parejas sexuales de las personas a las que investigaba, no era la única que acercaba a esas personas para hacerles saber que los tenía bajo la mira: también interceptaba llamados telefónicos, encuentros políticos y correspondencia. John Lennon, Marilyn Monroe, Albert Einstein, Groucho Marx, Pablo Picasso y Elvis fueron apenas algunas de las celebridades de las que Hoover supo muchísimo, además de los presidentes que no conseguían despedirlo.

En medio de la Segunda Guerra Mundial, su contraespionaje a agentes nazis y japoneses estuvo signado por las acciones ilegales. También su infiltración en organizaciones de izquierda que se oponían a la Guerra de Vietnam y en las que luchaban por el fin del segregacionismo a lo largo de todo el país. El FBI fue el arma más poderosa del macartismo: exageró las inclinaciones políticas de aquellos a los que percibía como peligrosos, especialmente si sospechaba que eran comunistas. Encabezó una deliberada “caza de brujas” y hasta llegó a proponerle a Harry Truman, uno de los presidentes a los que sirvió, suspender la posibilidad de que la ciudadanía presentara recursos de hábeas corpus y, luego, detener a unas 12.000 personas “sospechosas de deslealtad”.

Martin Luther King
Una de las últimas apariciones públicas de Martin Luther King antes de su asesinato. (Bettmann/)

En cada una de sus operaciones, el racismo que Hoover arrastraba desde siempre era tal como lo describían cuando era un estudiante secundario: implacable. La presencia de agentes afroamericanos en el FBI era menos que una excepción. Al momento de su muerte, cuando ya eran 5.000 trabajadores, menos del 1% pertenecían a ese universo.

Ese ensañamiento tuvo un destinatario favorito: Martin Luther King. Lo espió, intervino las habitaciones de hotel en las que se alojaba, su correspondencia, sus encuentros sexuales. El líder del gran movimiento por la lucha de los derechos civiles ganó el Premio Nobel de la Paz en 1964 y, apenas después, Hoover puso en marcha una operación para la que, fríamente, había esperado el momento indicado.

Le hizo llegar a Coretta Scott King, la esposa del reverendo, un sobre con grabaciones que daban cuenta de relaciones extramatrimoniales por parte de él. Pero además, incluyó una carta, absolutamente inventada por el FBI, que se atribuía a un seguidor de King, tristemente decepcionado, en la que lo definía como “un animal sucio y anormal” y lo instaba a suicidarse. Esos eran los métodos que Hoover estaba dispuesto a poner en juego.

Silencio hasta el final

La madrugada del 2 de mayo de 1972 J. Edgar Hoover dejó el cargo que había ostentado por casi cincuenta años. La muerte fue lo único que pudo separarlo del FBI, cuyo edificio central lleva su nombre aunque algún congresista intentó borrarlo por su legado al menos polémico.

Ni Kennedy, cuyo asesinato, demostraría el Congreso, había sido investigado por el FBI menos profundamente de lo que correspondía, ni Nixon, ni Truman, ni Johnson habían logrado sacar a Hoover de su camino. Tampoco la ley: trabajó hasta después del límite establecido para jubilarse.

Murió en la casa que le heredaría a Clyde Tolson, en la que nunca faltaba una foto suya conversando con el presidente de turno en el recibidor, un busto suyo en el descanso más grande de las escaleras, una pintura que lo retrataba y muchas fotos suyas con los personajes más famosos de todas las décadas en las que ejerció el poder. Algunos de ellos, víctimas de su espionaje.

Había profesionalizado una fuerza policial que, desde entonces, tiene el nombre más reconocido de Occidente y había abusado criminalmente de los poderes que le otorgaba su cargo.

Helen Gandy, su secretaria de toda la vida, destruyó todos los expedientes confidenciales que daban cuenta de cómo Hoover había construido pero sobre todo sostenido su imperio. De esa manera nadie podría espiar nada.

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