En el invierno perpetuo del gueto de Sandomierz, un niño nació en medio del caos y el miedo. Janek Schleifstein, el 7 de marzo de 1941, abrió los ojos a un mundo que ya se había oscurecido por la sombra del régimen nazi. La vida en el gueto era una constante lucha por la supervivencia, una danza macabra entre la esperanza y la desesperación. A sus apenas un año de vida, Janek ya conocía la penumbra de los sótanos donde sus padres lo escondieron para salvarlo de los guardias nazis que consideraban a los niños “inútiles para el trabajo”.
Cuando el gueto fue evacuado en 1942, la familia fue trasladada al gueto de Czestochowa, donde los prisioneros eran obligados a trabajar en la fábrica de armas HASAG. En este nuevo infierno, Janek aprendió la regla de oro: nunca llorar. El sonido más mínimo podía ser una sentencia de muerte. Durante 18 meses vivió en completa oscuridad, escondido en sótanos, donde sólo veía la luz cuando sus padres bajaban con comida y velas. Para protegerlo de los ratones, su madre consiguió un gato que cazaba en la penumbra.
La vida en el sótano era una prisión dentro de una prisión. Los muros húmedos y fríos, impregnados de desesperanza, eran el único mundo que Janek conocía. Sus padres, Israel y Esther Schleifstein, se turnaban para visitarlo, trayendo no solo alimento, sino también un rayo de humanidad y amor en medio de la oscuridad. Cada descenso al sótano era una arriesgada misión: el más mínimo ruido podría atraer a los guardias nazis. Las velas parpadeantes proyectaban sombras temblorosas en las paredes, creando un ambiente de constante temor y vigilancia.
El sótano no era solo un escondite, sino un lugar donde Janek aprendió las primeras lecciones de supervivencia. Sus padres le enseñaron a quedarse completamente inmóvil y en silencio. El llanto, la risa o cualquier sonido podían significar la muerte. Aprendió a comunicarse en susurros y a moverse sigilosamente. A pesar de su corta edad, comprendió la gravedad de su situación y la necesidad de obedecer para mantenerse con vida.
El gueto de Czestochowa estaba repleto de historias similares de niños escondidos en los lugares más improbables: sótanos, áticos, armarios. Los padres vivían en una tensión constante, divididos entre el trabajo forzado y la protección de sus hijos. Los guardias nazis eran implacables en su búsqueda de niños, considerados “inútiles” y, por lo tanto, destinados a ser enviados a Auschwitz. Cada inspección era un ejercicio de nervios de acero y fe desesperada.
En medio de esta oscuridad, Israel y Esther hicieron lo imposible por mantener viva la chispa de la infancia de Janek. Le cantaban canciones de cuna en susurros, le contaban historias y le daban pequeños objetos para jugar. Un gato se convirtió en su silencioso compañero, cazando ratones que podían convertirse en un peligro para el niño. Estos pequeños gestos eran actos de resistencia, un recordatorio de que aún existía amor y cuidado en un mundo desprovisto de humanidad.
Las condiciones en el sótano eran extremas. El aire estaba viciado y húmedo, y la oscuridad constante afectaba los sentidos y la mente. Janek rara vez veía la luz del día, y su piel palideció a causa de la falta de sol. Las visitas de sus padres eran la única ruptura en la monotonía oscura y opresiva. La comida escaseaba, y cada bocado era una lucha contra el hambre persistente.
El riesgo de ser descubierto era omnipresente. Los registros y redadas de los nazis eran implacables. En cada inspección, Israel y Esther se jugaban la vida, escondiendo a su hijo con la esperanza de que no fuera encontrado. La tensión era palpable, un hilo constante que mantenía a la familia al borde del abismo.
En septiembre de 1943, cuando el personal de la fábrica fue reemplazado por polacos y los judíos fueron trasladados al campo de concentración de Buchenwald, Janek salió finalmente de la oscuridad del sótano. Pero su lucha estaba lejos de terminar. Su padre convirtió la supervivencia en un juego, prometiéndole tres terrones de azúcar a cambio de su silencio y obediencia. La promesa de azúcar y la devoción paterna se convirtieron en el salvavidas del pequeño.
La historia de Janek encuentra eco en la película “La vida es bella” de Roberto Benigni, aunque el director italiano no conocía esta historia real cuando creó su obra en 1997. La película narra cómo un padre, interpretado por el propio Benigni, convierte la brutalidad de un campo de concentración en un juego para proteger a su hijo de cinco años, asegurándole que deben acumular puntos para ganar un tanque. La ficción y la realidad convergen de manera inquietante en este relato, donde el amor paternal se erige como el último bastión contra la barbarie.
Benigni recibió tres premios Oscar por su conmovedora película, que fue aclamada en todo el mundo por su enfoque único y emotivo del Holocausto. Sin embargo, el director desconocía que, en los oscuros rincones de Buchenwald, la historia de Janek Schleifstein se desarrollaba de manera similar. La vida de Janek, con sus elementos de ocultamiento, juego y la constante amenaza de la muerte, se refleja en la trama de “La vida es bella”. La diferencia radica en la brutal honestidad de la realidad frente a la interpretativa ficción cinematográfica.
En Buchenwald, la realidad fue aún más despiadada. La madre de Janek fue enviada a otro campo de concentración, Bergen-Belsen, y muchos niños y ancianos fueron fusilados al llegar. Hermann Pister, el comandante del campo, sentenció: “Necesitamos trabajadores, no parásitos”. Aun así, Janek logró sobrevivir gracias a la ayuda de dos comunistas alemanes que lo escondieron y compartieron con él las raciones de pan y agua de lluvia. Uno de los prisioneros talló un pequeño caballo de madera, un juguete que sería tanto un consuelo como un peligro.
Israel Schleifstein ideó múltiples estrategias para ocultar a su hijo en el campo. Inicialmente, Janek fue escondido en los rincones más oscuros de los barracones, entre montones de ropa vieja y escombros. Las inspecciones de los guardias eran constantes y cualquier hallazgo podía ser fatal. Los comunistas alemanes, arriesgando sus propias vidas, ayudaron a Israel a construir escondites más seguros dentro del barracón. Se cavaron pequeñas cavidades en el suelo y se camuflaron con tablas sueltas y paja.
Durante una inspección, un guardia de las SS descubrió el escondite de Janek, pero un milagro lo salvó: el guardia, al recordar a su propio hijo de la misma edad, decidió no delatarlo. En su lugar, convirtió a Janek en la “mascota de Buchenwald”, ordenando coserle un uniforme de campamento y haciéndolo participar en los chequeos matutinos. Sin embargo, la amenaza persistía; cada visita de oficiales de alto rango obligaba a Janek a esconderse nuevamente. En una ocasión, Janek fue descubierto jugando en el patio por un subdirector del campo, quien ordenó su ejecución inmediata. Israel, con astucia y desesperación, logró aplazar la orden prometiendo fabricar una silla de montar para el oficial, quien fue enviado al frente oriental antes de que pudiera llevar a cabo su amenaza.
El juguete de madera que un prisionero talló para Janek, un pequeño caballo, se convirtió en un símbolo de su lucha por la inocencia en medio de la barbarie. Sin embargo, este mismo juguete casi lo delata durante una inspección sorpresa. A pesar de este peligro constante, la habilidad de Janek para seguir las instrucciones de su padre y mantenerse en silencio fue crucial para su supervivencia. Cada día era un nuevo desafío, una nueva oportunidad para resistir y sobrevivir en un ambiente donde la muerte acechaba en cada esquina.
Tras la liberación de Buchenwald el 12 de abril de 1945 por el ejército estadounidense, Janek experimentó una alegría indescriptible. El miedo y la oscuridad de los campos quedaron atrás, aunque las cicatrices mentales permanecieron. Janek, quien más tarde adoptaría el nombre de Joseph Schleifstein, emigró con su familia a los Estados Unidos en 1948, estableciéndose en Brooklyn. Durante años, la oscuridad siguió siendo su enemiga, obligándolo a dormir con la luz encendida.
En 1947, a la edad de seis años, Janek se convirtió en el testigo más joven en los juicios contra los guardias de Buchenwald, su testimonio fue fundamental para condenar a 22 oficiales, de los cuales 11 fueron ejecutados.
Su historia, marcada por el horror y la resiliencia, permaneció en silencio durante décadas, hasta que encontró la fuerza para compartirla con el mundo. La conexión entre la vida de Janek y la obra de Benigni subraya la capacidad humana para encontrar esperanza y significado en los momentos más oscuros. La ficción de “La vida es bella” y la realidad de Janek Schleifstein convergen en una potente lección sobre el amor, la resistencia y el ingenio humano frente a la abrumadora crueldad.