“Lo difícil es saber lo que una quiere con el canto. Cantar no es sólo abrir la boca y largas hermosas notas, el canto es mucho más profundo”, dijo alguna vez Mercedes Sosa con simpleza de pueblo y sensibilidad de artista para definir un oficio del que hizo bandera. Nadie en este planeta y acaso en este idioma interpretaron cómo lo hizo ella. Su voz, que surge de lo más profundo de la tierra, alcanzó destinos que nunca había imaginado. Y a 15 años de su muerte se la escucha en festivales de rock y electrónica, se la celebra en grabaciones con sus amigos y colegas, se la extraña en cuerpo presente, pero se la guarda siempre en el corazón.
Mercedes es la que conmueve en Lollapalooza a partir de un sampler de Skrillex, la que pone a bailar al gigantesco Tomorrowland en las bandejas de Indira Paganotto, la que florece en un disco grabado por sus amigos, colegas, discípulos, admiradores, capitaneado por Teresa Parodi y Popi Spatocco. Su voz es la que interpela en la película Sonidos de libertad, y le pone una carga aun más dramática a una historia desgarradora de desapariciones. Ese color sufrido y peleador, que es cálido y que te arropa; que te transporta en el espacio y el tiempo con la fuerza de quienes trascienden su género, su patria, su época. Y que hace 15 años nos dejó de este plano.
Para cantar he nacido
Como esos guiños que se guarda el destino para ocasiones especiales, Mercedes Sosa nació el Día de la Patria, el 9 de julio de 1935, a pocos metros de donde en 1816 se declaraba la independencia.
Haydée Mercedes, como la llamaron creció en un hogar humilde de Barrio Parque, en San Miguel de Tucumán, hija de Ernesto Tucho Sosa, de oficio zafrero y Ema del Carmen Girón, lavandera. Su madre quería llamarla Marta, y eso habían acordado, pero su padre eligió el Mercedes que solo iba a utilizar en el ambiente artístico. Puertas adentro de la familia Sosa, siempre fue La Marta. Para el mundo entero, simplemente fue La Negra.
De chica se interesó por la danza y el canto y los actos escolares fueron sus primeros escenarios. En su alma crecía un fuego que no podía detener. Quería ser cantante, como su admirada Margarita Palacios, pero no era un oficio bien visto por su padre. Un día de 1950 los planetas se alinearon. En la escuela había faltado la profesora de canto y la directora la puso al frente de un acto para interpretar el Himno Nacional Argentino. Los aplausos le dieron coraje para ir por más. Había un concurso de nuevos talentos en la radio, y aprovechando una hora libre, Mercedes se mandó con sus compañeras hasta los estudios de LV12. Improvisó un seudónimo, Gladys Osorio, para que su padre no se entere, e interpretó “Triste estoy”, de su admirada Margarita. Cuando terminó de cantar, se terminó también el concurso.
Gladys Osorio siguió presentándose en la radio hasta que su padre la descubrió. “¿Esa que está cantando no es la Marta?”, le preguntó a su esposa, que ya sabía el secreto. Hubo una reprimenda, un reto, pero nada la detendría y empezó a transitar los escenarios. Donde había una oportunidad allá iba ella, como artista de pueblo, “con la ropa enlodada y el alma repleta de amor”, citando a su amigo y colega Milton Nascimento. Combinaba las actuaciones con clases de folklore en las escuelas, y así ganó sus primeros pesos para ayudar en la casa. Pero estaba dispuesta a cambiar su destino.
Canciones con fundamento
Mercedes estaba enamorada de Enrique, con fecha de casamiento y todo, un joven apuesto y de buen pasar. A los padres no le gustaba el ambiente artístico, preferían otro futuro para su Marta, lejos de esa bohemia asociada a la noche, la bebida, los excesos. Pero la Negra redobló la apuesta. En una peña conoció a Oscar Matus, un músico mendocino, con ideas avanzadas para la época. “Un hombre pobre, autor de las canciones más hermosas que podía cantar”, lo sintetizó la cantora y de alguna manera justificó su elección. Suspendió la boda, dejó Tucumán y se fue a Mendoza, dispuesta a cambiar el mundo.
Se casó con Matus en julio de 1957 y un año después nació Fabián, su único hijo. Su esposo le produjo sus primeros discos con un sello independiente, —Canciones con fundamento, de 1959, y La voz de la zafra, de 1961— con canciones que hablaban no tanto del cerro, el río y el paisajismo al que acostumbraba el folklore tradicional. Los protagonistas eran los trabajadores, los humildes, los sufridos.
Lo que estaba creciendo al pie de la cordillera era el Movimiento Nuevo Cancionero, que se asentó sobre tres pilares: la pluma de Armando Tejada Gómez, las melodías de Matus y la voz de Mercedes. En febrero de 1963 publicaron un Manifiesto, que pregonaba la búsqueda de una música nacional de contenido popular; que apuntaba a integrar la diversidad regional del país y depurarla de convencionalismos tradicionalistas. Como corolario, proyectaba una visión global, promoviendo “el diálogo y el intercambio con todos los artistas y movimientos similares del resto de América”. El alcance del Nuevo Cancionero fue inmediato y se prolongó por América Latina. “Fue como La Biblia para nosotros”, resumió el trovador cubano Pablo Milanés.
La consagración
Luego de una temporada de trabajo en Uruguay llegó el día en el que su voz penetró para siempre en el corazón de los argentinos. Corría el año 1965 y todo lo que pasaba en materia de folklore, sucedía en el Festival de Cosquín. La Plaza Prospero Molina era la cuna y el trampolín del boom del género, y escenario de unas cuantas polémicas, sobre todo, en torno a quiénes eran los indicados para participar de semejante honor. Y Mercedes Sosa no estaba en los planes de la Comisión Organizadora, pero sí de uno de los principales artistas de esa edición.
Jorge Cafrune la vio entre el público y tomó la decisión de anunciarla. “Les voy a ofrecer el canto de una mujer purísima, que no ha tenido oportunidad de darlo“. A punto de cumplir 30 años, con un hijo chiquito y un marido que la había abandonado, a la tucumana no le tembló el pulso ni la voz. Agarró el bombo, llenó los pulmones y cantó “Canción del derrumbe indio”. Una mujer, simpatizante del Partido Comunista, cantando pestes sobre la conquista española. No era la mejor carta de presentación para un jurado acartonado y conservador. Pero el público la bendijo con su aplauso antes de que terminara la interpretación.
Fue elegida revelación de Cosquín lo que le valió un contrato con Polygram y una sucesión de grabaciones que sentaron las bases del repertorio de su primera etapa. La segunda mitad de los ‘60 registró versiones de “Zamba para no morir” y “Al jardín de la república”; un homenaje a su provincia natal que siempre cantó con orgullo. Fue intérprete de algunos autores consagrados, pero sobre todo desconocidos, y siempre se encargó de decir quiénes habían escrito aquellas líneas que ella cantaba. Llegando al final de la década, grabó la premonitoria “Canción con todos” —de César Isella y Tejada Gómez— y se asoció con el historiador Félix Luna y el compositor Ariel Ramírez para registrar Mujeres Argentinas, donde son homenajeadas, entre otras, Alfonsina Storni, Rosario Vera Peñaloza y Juana Azurduy.
Ya había paseado su canto por Europa y los Estados Unidos cuando cruzó la cordillera dispuesta a emprender su sueño latinoamericano. Allí hizo propia “Gracias a la vida”, de Violeta Parra, uno de los grandes clásicos de su repertorio, cantó a Víctor Jara y empezó a latir cada vez más fuerte su compromiso político. Su afiliación al Partido Comunista, el contenido de sus canciones, el tenor político que adquirían sus presentaciones no eran una buena noticia para un país convulsionado. Después del Golpe de Estado, si bien nunca fue oficialmente prohibida, algunos de sus discos fueron censurados y empezó a sentir que su presencia estorbaba, que cada vez se le hacía más difícil cantar. Y mientras sufría para desarrollar su carrera, recibía un golpe del que nunca terminaría de recuperarse: la repentina muerte de Pocho Mazzitelli, su compañero durante 13 años.
Un exilio doloroso y un regreso con gloria
A finales de 1978 y luego de un concierto en La Plata, la policía se la llevó detenida junto a su hijo y algunos de sus músicos. Fue el primer llamado de atención, la confirmación que tanto temía. Tenía pactados tres shows junto a Rodolfo Mederos en el Teatro Premier, pero le levantaron la función el mismo día del estreno. Buscando una solución, un joven Carlos Rottemnberg la contrató para tocar en Pinamar. Tenía fecha de estreno el 5 de enero, pero una repentina inspección municipal buscó hasta que encontró un motivo para clausurar el teatro. Fue otra frustración para Mercedes, que no estaba dispuesta a sufrir más humillaciones.
En febrero de 1979 comenzó su exilio europeo. Siempre dejó en claro que se trató de “un exilio de trabajo, de necesidad de cantar”. Partió con su valija y su bombo y alquiló un departamento en París en el que se instaló con Fabián. El exilio la marcó con dureza. Extrañaba su familia, sus amigos, su público. Pero no por eso dejó de trabajar, ni de grabar discos y empezó a visitar con frecuencia la obra de la música popular brasilera, sobre todo a Chico Buarque y Milton Nascimento. Una muestra de cómo su repertorio se iba a ampliar a lugares, hasta ese momento, impensados.
El regreso de Mercedes Sosa a los escenarios argentinos fue apoteótico y todavía se recuerda como uno de los hitos que condujo a la recuperación de la democracia. La producción corrió por cuenta de Daniel Grinbank, por entonces vinculado casi exclusivamente al rock, quien se propuso bajar a tierra una promesa que había quedado en el aire antes de su exilio. Las negociaciones con los militares las llevó a cabo Fabián, quien escuchó impávido los requisitos de los militares mientras no se dejaba amedrentar una pistola sobre la mesa. Las imposiciones no se trasladaron al escenario y la Negra cantó “Fuerza”, de José Luis Castiñeira de Dios y Susana Lago, y “La carta” de Violeta Parra, las exigencias puntuales de los militares a cargo de regular los medios de comunicación.
La serie de 13 conciertos en el Teatro Ópera, en febrero de 1982, marcó no sólo el reencuentro con el público, con la emoción que eso significaba. “No me estaban amando a mí, se estaban amando a ellos mismos”, contó Mercedes sobre el fervor con el que se vivieron esas noches. El álbum doble Mercedes Sosa en vivo en Argentina, es un documento de época y no solo por lo que significaba para la vida cotidiana del país. También marcaba un puente con los nuevos autores que ya no tenían que ver solo con el folclore. A su repertorio clásico se sumaban Piero, León Gieco y Charly García, quienes junto a Fito Páez, David Lebón, Pedro Aznar y otros más iban a derribar las fronteras con el rock, para crispación de los conservadores y los fundamentalistas de ambos bandos.
De todos ellos, León fue su gran amigo, pero Charly su debilidad, con quien estableció un vínculo casi maternal. Se visitaron mutuamente en los escenarios y la Negra registró inolvidables versiones de “Cuando ya me empiece a quedar solo”, “Inconsciente colectivo” y “De mí”, que interpretaba con una emoción única. Juntos hicieron “Alta fidelidad”, el choque de los mundos, el disco que permitió el desembarco de García en Cosquín, bendecido por la Negra, que tenía muy claro para dónde quería ir, pero no se olvidaba de donde venía.
El camino del adiós
Esta apertura por los nuevos sonidos y los nuevos artistas tuvo su cenit en Cantora, un viaje íntimo, el álbum doble que editó poco antes de su muerte y que incluye duetos con Gustavo Cerati —”Zona de promesas”, la gran revelación del álbum— y Luis Alberto Spinetta —”Barro tal vez”, la entrañable zamba que Luis compuso a los quince años y que Mercedes siempre había querido cantar a dúo—. El disco la acercó a una nueva generación de artistas, aparentemente lejanos en espacio y tiempo, como Shakira, Julieta Venegas, Jorge Drexler o René Pérez de Calle 13. El trabajo, que hoy puede verse como una despedida, fue concebido como una primera etapa de un proyecto más ambicioso. Su muerte, inesperada y dolorosa, sembró la duda de hasta dónde podía llegar su voz, o dicho de otro modo, hasta dónde se hubiera propuesto llegar.
Los primeros problemas serios de salud de la Negra se manifestaron entre 2003 y 2005. Los conciertos se hicieron cada vez más espaciados y debía cantar sentada, pero su voz mantenía la fuerza y la emoción a pesar del deterioro físico. El 4 de octubre de 2009 falleció en el Sanatorio de la Trinidad, en Palermo, donde estaba internada como consecuencia de una infección en el hígado, “acompañada inclusive cuando ya no podía saberlo, por un desfile interminable de artistas y amigos”, como informó su familia en un comunicado.
Su velatorio fue uno de las imágenes más conmovedoras de los últimos tiempos, con esa tristeza en el ambiente que se desprende de las despedidas de los artistas populares. Por el Congreso de la Nación pasaron sus amigos de la música (Teresa Parodi, Víctor Heredia, Charly García, Peteco Carabajal, entre tantos otros) hasta personalidades con las que había desarrollado tipo de afinidad, como Diego Maradona o Susana Giménez. Se decretaron tres días de duelo nacional, los mandatarios de la región mandaron sus condolencias y los medios del mundo se hicieron eco de su partida con un título recurrente: “Se apagó la voz de América Latina”.
Un legado sin fronteras
La historia de Mercedes Sosa en la música se sigue escribiendo a diario. A quince años de su muerte, su obra permanece ahí, al alcance de quien quiera escucharla. Y ese fraseo inconfundible, y ese sonido de tierra adentro, se reformulan en los ambientes más inesperados. La magia de la música, claro, potenciada por el carisma único de la Negra.
Tomorrowland es el festival de música electrónica más importantes del mundo. Con origen en Bélgica y espíritu itinerante, reúne a cientos de miles de jóvenes que disfrutan de la vanguardia de los beats y las bandejas. Indira Paganotto es una de las DJs más conocidas de su generación. Nacida en las Canarias, con raíces italianas y criada en la India, es referente del psy-trance y en la última edición hizo bailar a la multitud con un sample de “Gracias a la vida”.
“Siempre me dicen que tengo gustos de señora mayor y la gente no cree que haya pinchado ese tema en Tomorrowland”, bromeó la artista en diálogo con Teleshow. Ya más seria, reflexionó sobre un hecho que dio la vuelta al mundo y la acercó a los familiares de la propia Mercedes. “Fue increíble. Me escribieron por Instagram y me dijeron que me agradecían un montón por mantener su música y su voz viva en todos los jóvenes. Y fue muy emocionante porque al final la música se trata de eso: yo creo que nada es eterno pero el arte sí, y la memoria también. Me gusta poder comunicar algo a un público más joven que a lo mejor no la conoce”, agregó.
Previamente, la misma interpretación de la Negra sonó como apertura del set de Skrillex en su participación en Lollapalooza Argentina 2003. El estadounidense abrió con la Negra y cerró codo a codo con Bizarrap, uniendo simbólicamente dos momentos diferentes de la argentinidad. Este año, Arcade Fire invitó al mismo escenario a Javiera Parra para interpretar juntos la canción de su abuela.
Mercedes Florecida se impuso este año en los Premios Gardel al mejor álbum conceptual. Se trata de una serie de reversiones de un grupo de artistas de preminencia folklórica, aunque no excluyente, que dialogan con ella en clásicos como “Alfonsina y el mar”, “Canción del derrumbe indio” o “Inconsciente colectivo”. Más que por arte de magia, la voz de la Negra aparece por necesidad, para que la obra tenga sentido, y termina de cobrar forma en la canción que da nombre al disco.
Es una obra coral, articulada por Teresa Parodi, en la que los 30 artistas que participan en el álbum escribieron el verso que les toca cantar. Entonces, la Negra es “bandera de un pueblo que sueña”, “la savia del árbol y el nido” o “la voz que abrazó a mi camino”. Una manera de rendir tributo a Mercedes Sosa con espíritu colectivo y reformular aquel himno del Nuevo Cancionero, que invitaba a cantar a todas las voces, para hacerse canción en el viento y ser un grito destinado a crecer y estallar.