Homero Manzi escribió Milonga Sentimental en 1931 y Milonga del 900 en 1932, ambas con música de Sebastián Piana. Para entonces. el compositor ya llevaba varios años plasmando sus poesías en letras de tangos. Sin embargo, la posibilidad de que dos de sus canciones fueran grabadas ni más ni menos que por Carlos Gardel lo entusiasmaba de sobremanera. De hecho, fue el mismísimo José Razzano, colega y amigo del Zorzal Criollo, quien le acercó las piezas y luego les confirmó a sus creadores que el cantor de Mi Buenos Aires Querido las inmortalizaría en un disco. Noticia que, como era de esperar, ellos celebraron.
Sin embargo, gran sería la decepción de Manzi al escuchar la grabación. “Gardel tenía una mente privilegiada, así que leyó la letra de las dos milongas y las memorizó de una. Después entró al estudio medio de apuro, porque tenía que irse de viaje. Y bueno, en uno de los temas hubo dos errores mínimos, que aunque no cambian en absoluto la belleza de su interpretación, quedaron para la historia”, cuenta Homero Manzione, nieto del compositor, en diálogo con Infobae.
La “perlitas” de Gardel pueden pasar inadvertidas para la mayoría de los amantes de la música ciudadana. Sin embargo, si se presta mucha atención, en la quinta estrofa de Milonga del 900 se perciben un par de furcios. En lugar de decir la palabra “después”, Gardel pronuncia “dispués”. Y, donde debería decir “no hay nada peor que un encono”, se escucha algo así como “no hay piosa quior que un encono”.
“No me gusta el empedra’o/Ni me doy con lo moderno/Descanso cuando ando enfermo/Y después que me he sana’o/La quiero porque la quiero/Y por eso la perdono/No hay nada peor que un encono/Para vivir amarga’o”, reza la letra de la canción escrita por Homero y a la que el gran Carlitos le puso su toque personal.
Cabe señalar que, en 1934, Manzi publicó un artículo en la Revista Antena al que tituló: “El error de Gardel”. Pero, lejos de hablar de estos problemas de pronunciación detectados en la grabación de una de sus milongas, se refería a la para él inexplicable insistencia del artista de seguir filmando en el extranjero, cuando el cine nacional estaba en pleno crecimiento. Era una suerte de “reproche”, que quienes acompañaban al cantante por aquellos años no veían con buenos ojos.
“Gardel es un gran artista sin ningún control de sus condiciones ni de su destino. Vive y triunfa con la complicidad de Dios. De ese Dios que le dio simpatía, magnífica voz, juventud eterna y suerte. Porque él ha hecho todo lo posible para dificultarse el éxito. Ha triunfado a pesar de él. Su primera película ‘Luces de Buenos Aires’ era una cosa absurda, donde hacía de gaucho melancólico, sobre el fondo de una muy pareja ‘pampa’ francesa y en cuyo final, y con la complicidad de (Vicente) Padula, enlazaba a un artista desde un palco balcón. Sin embargo, bastó que cantara ‘Tomo y obligo’ para que la película recorriera triunfante el mundo de habla española. Lo mismo sucedió con ‘Melodía de arrabal’, donde dos tangos salvaron los miles de metros rodados en cafetines marselleses y callejones de difícil filiación geográfica”, comenzaba diciendo el texto firmado por Homero.
Y seguía: “Ahora pasa lo mismo y esta reincidencia es la que me lleva a decir cuatro cositas que capitulo como ‘Errores de Carlos Gardel’. El primer error de Gardel es su debilidad por Alfredo Le Pera. Me consta que aquél no se mueve si no es dentro de la trama que éste le prepara. Y como ya está probado que éste le prepara bodrios, exentos de interés argumental y de valor nacionalista, Gardel ya debió haber buscado otro pergeñador que le evite ridículos y le permita un mayor realce artístico. Otro error de Gardel es ir a Francia o a Nueva York a filmar películas, cuando ni económicamente se beneficia con ello. En esas películas tiene que actuar en ambientes arbitrarios y con la colaboración de artistas insignificantes que reducen el marco de su acción. Con este espejismo Gardel está retrasando el progreso de la cinematografía nacional, ya que los filmadores extranjeros, al contratarlo, nos escamotean al astro de mayor arrastre de la lengua castellana. Es que los yanquis saben que el centro cinematográfico del mundo español vendrá a pasar a nuestras manos fatalmente. Por eso se apuran en rodar a Gardel para contrarrestar el éxito de ‘Riachuelo’ y de las películas que están en preparación. ‘Riachuelo’ ha reportado a Argentina Sono Film una fortuna. Bueno, si en dicha película hubiera figurado Gardel, el triunfo no puede calcularse. Y él mismo pudo haber ganado una suma cuantiosa e insospechada. ¿Se lo imaginan ustedes a Gardel actuando entre figuras como Libertad Lamarque, Luis Sandrini, Alicia Vignoli, Charlo y coros auténticamente argentinos?”.
Luego agregaba: “¿Lo ven ustedes moviéndose en el escenario natural del arrabal porteño, lleno de sugestiva propiedad? ¿Lo suponen ustedes cantando tangos realmente buenos, compuestos por nuestros mejores autores y con el fondo de un acompañamiento verdaderamente típico? Esa película que yo quiero que imaginen ustedes sería el inmediato afianzamiento de la industria argentina y le reportaría a Gardel más de los 10.000 dólares que se le pagaron por ‘Cuesta abajo’. A veces me pregunto si Gardel no será un espíritu egoísta. Porque si no, ¿cómo no exige que el cuadro que lo acompaña sea espigado entre esas grandes posibilidades que son nuestros actores? ¿Por qué él se considera un gran autor y no se da cuenta de que sus tangos se imponen tan sólo por sus interpretaciones maravillosas? Es que para Carlos Gardel, en mérito de sus triunfos, la crítica se vuelve muy mesurada y no le dice las cosas por su nombre, aunque sea doloroso. Por eso él se va afianzando cada vez más en sus errores y ya ha llegado a un punto en que todo le parece permitido”.
Finalmente, el compositor hablaba La ley Gardeliana: “Esto mismo tienden a demostrárselo sus colegas, los cantores. La mayoría de ellos viven desesperadamente por imitarle el gusto, la voz, los gestos y hasta el mismo repertorio. La mayoría de los cantores abdican de su personalidad, aplastados, vencidos por el prestigio del insuperable zorzal. Cantan lo que él canta. Gustan lo que él gusta. Sienten lo que él siente. Modulan como él modula. En fin, se han convertido en una colonia que Gardel maneja desde lejos con la eficacia de su arte. Si Carlitos fuera tan vanidoso como D´Anunzio , por ejemplo, podría hablar de sus esclavos porteños sin decir una mentira. Un caso que demuestra cómo están de equivocados los cantores que así proceden es Ignacio Corsini. Ignacio, que tiene una gran admiración por Gardel y con el que se halla unido por un estrecho vínculo de amistad y compañerismo, se defendió siempre de esa amenaza con clara inteligencia. Nunca trató de parecérsele ni se dejó impresionar por el triunfo del fraternal rival. Y, seguro de sus condiciones, tomó por otra huella. Por eso se salvó. Esto no lo entienden algunos. Todos esos que sueñan con parecérsele y que en cuanto Gardel canta una composición se van de boca hacia ella. Pero a pesar de todo Gardel triunfa, y su triunfal simpatía malevona se agranda con justicia. Y en materia de canto está mejor que nunca. A pesar de los años. A pesar de las copas y los naipes. A pesar de todo lo que dijimos anteriormente. Es que Gardel tiene eso que los españoles llaman ‘el ángel’. Eso que está más allá del bien y del mal. Eso que sólo puede desconocer quien escriba con la fría función analítica de Homero Manzi”.
Un año más tarde, el 24 de junio de 1935, Gardel moría a los 44 años en un accidente aéreo ocurrido en Medellín, Colombia. Entonces, el poeta también recurrió a su pluma para despedirlo. “Llorar a un cantor es una muestra de romanticismo popular. Y esto no lo podemos destruir con preconceptos, que en el fondo son el producto de una civilización literaturizada, alejada del calor y de la vitalidad popular”, escribió. Y publicó un artículo en la revista Radiolandia.
“Entre un montón de hierros y de escombros, en Medellín, una lejana ciudad de Colombia, se quemó para siempre el terciopelo con que Carlos Gardel envainaba el metal limpio de su voz. Y esa, la muerte de su voz querida, fue su verdadera muerte. Así, trágicamente, desapareció el cantor, no de Buenos Aires, sino de la República del Tango. De esa república dibujada sobre el mapa de la emoción con el carbón de los puchos apagados que cuelgan en la oreja de todos los compadritos muertos, y pintado de rojo en el carmín de las muchachas tristes que dieron el mal paso. Esa República del Tango, cuyas montañas son las barrancas que se derrumban en las esquinas, y sus ríos las aguas sucias que circulan al margen de sus calles, y cuyos paisajes turbios, como si se vieran a través del alcohol, son las callecitas empolvadas de estrellas y adornadas por los faroles legendarios y las higueras que se asoman como sombras por encima de las tapias despintadas”, empezaba diciendo.
Y seguía. “Es que Carlos Gardel era un hijo de los arrabales. De todos los arrabales. De cualquier arrabal. Y si en su risa llevaba el sello de la picardía limpia que brilla en el rostro de los purretes de la calle, en el fondo amargo de su canto encerraba toda la angustia del arrabal que sufre, que lucha y que canta. Por eso el arrabal lo tenía de símbolo y de venganza. Era el símbolo porque en su canto suave se amontonaba la compleja sentimentalidad suburbana, y era una venganza porque con su risa derecha, con su andar hamacado, con ese dejo compadre y dulce de su voz, y con el brillo de su melena negra, se había impuesto a la soberbia de todos los públicos y había hecho entrar en todos los oídos, con la ganzúa de su arte, el canto de las barriadas, el tango”.
Luego agregaba: “Por eso a Carlos Gardel, en esta patria que tiene un pueblo sentimental como una novia, derecho como una daga y amigo como un poncho, a Gardel se lo consideraba un compañero más. Un apretón de su mano valía para sellar una amistad eterna. Una sonrisa de su cara franca era una luz de inevitable simpatía. Un chiste de su labio confianzudo acortaba la distancia más larga. Y un simple eco de su voz confidencial y tierna levantaba la polvareda franca de los aplausos”.
“Por eso su muerte repercutió en los hombres y en las cosas. Y por eso su ausencia se aposentó en el alma de los barrios. Por eso cuando se fue estuvieron más silenciosos los patios colorados de los conventillos. Por eso los bandoneones gimieron como nunca en los borbotones sentidos de los bajos. Por eso los naipes se fueron a baraja más misteriosamente; y por eso, en el contraluz de los atardeceres de las barriadas, ese día desfilaron las sombras de todos los machos desaparecidos en la ley del cuchillo, de todas las muchachas que gastaron su pulmón en la tragedia de la Singer y de todas las milonguitas que cayeron por la pendiente de la fatalidad al empujón de la miseria”, reflexionaba Manzi.
Y finalizaba: “En una de las últimas películas que filmó Carlitos Gardel, en ‘Tango Bar’, aparece en un determinado momento vestido con el traje característico de los muchachos porteños de hace muchos años: pantalón a cuadritos y en bombilla, saquito con trencilla, el botín enterizo con un taquito en punta, lengue al pescuezo y funghi a lo Massera. Y allí, muchacho lindo, nos hizo el regalo de un tango canyengue bailado por él. Y Gardel era un gran bailarín de tango. En ese aspecto no lo conocía el público, pero en el ambiente de sus colegas y amigos se lo sabía capaz de traducir al tango, también, el compás decidido de sus piernas, moviéndolas sin alardes grotescos, pero con sensibilidad de hombre conocedor de la simpleza en el sentido rítmico”.