Arthur Rudolph vivió 35 años en Estados Unidos. Trabajó para sus Fuerzas Armadas y la NASA. Fue clave en el desarrollo de varios misiles y en especial en la creación del cohete Saturn V determinante en el programa Apolo para que el hombre llegara a la luna. Un ingeniero exitoso y respetable.
En esos 35 años, diferentes agencias del gobierno norteamericano investigaron su pasado. Era una especie de trámite incómodo pero inocuo. Las partes sabían que mientras Rudolph fuera útil, la justicia quedaba muy lejos de él.
Pero en marzo de 1984, ya retirado, ese hombre nacido en Alemania fue expulsado de Estados Unidos. Se lo acusaba de haber cometido crímenes de guerra como tantos otros nazis. Nada nuevo. En el caso de Arthur Rudolph, sin embargo, el gobierno norteamericano actuó de una manera muy particular.
No se lo extraditó. Tampoco se trató técnicamente de una expulsión. Rudolph aceptó voluntariamente dejar el país y renunció a la ciudadanía que le habían otorgado años antes. En ese acuerdo logró que su familia pudiera permanecer en Estados Unidos, que el estado siguiera pagando su jubilación y que su esposa y su hija no perdieran ninguno de los beneficios sociales. Un trato muy generoso para alguien acusado de grandes atrocidades: haber sido el director de una fábrica de armamento en la Alemania nazi que se aprovechaba del trabajo esclavo, provocar cientos de muertes de los detenidos, ordenar ejecuciones y presenciarlas.
Rudolph fue uno de los cientos de científicos alemanes que llegaron a Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. No arribaron de casualidad, ni escapando del flagelo nazi. Fueron reclutados y cruzados el océano casi de contrabando. Una operación masiva pero secreta que fue mutando mientras se llevaba a cabo.
La Operación Paperclip logró que alrededor de 1600 científicos, ingenieros, médicos y técnicos alemanes (la mayoría de ellos nazis) se radicaran, con sus familias, en Estados Unidos, trabajaran en el desarrollo armamentístico para la Guerra Fría y, principalmente, en la carrera espacial.
En los tiempos finales de la Guerra una de las dudas que sobrevolaba a las potencias aliadas era sobre la magnitud del desarrollo de las armas nucleares alemanas, un fantasma que había sobrevolado los últimos años.
Cuando la victoria era evidente, uno de los primeros objetivos fijados fue obtener información y retener a los hombres que estaban a cargo del programa nuclear alemán. Buscaban conocer más sobre cuál era el estado de evolución de las armas atómicas, biológicas y químicas del enemigo.
Tanto la Unión Soviética como Estados Unidos deseaban ser los primeros (en realidad, los únicos) en encontrar los grandes secretos científicos nazis. Sabían ya que, después de esa guerra, habría otra, más callada pero tensa, entre las dos potencias vencedoras.
Al principio, apenas se vislumbró la derrota nazi, tanto Unión Soviética como Estados Unidos procuraron hacerse con la mayor cantidad de materiales posibles. Los soviéticos transportaron laboratorios de física y fábricas enteras, pieza por pieza, y las montaron en su territorio para poder entender cómo sus enemigos creaban las armas y vislumbrar los avances científicos alcanzados. Gran porcentaje de los especialistas alemanes en misiles desaparecieron, se supone que en manos de los soviéticos. Al darse cuenta de esto, los Estados Unidos aceleraron su accionar y pusieron en marcha la Operación Paperclip.
Al principio hicieron lo mismo que su aliado/rival: priorizar instalaciones y materiales. Pero muy pronto los norteamericanos cambiaron la manera de proceder. Se olvidarían de los laboratorios y fábricas (destruidos por los bombardeos o por los saqueos de los que llegaron antes que ellos) y se centrarían, captarían a los científicos. Pero para poder hacer eso debían saber a quién buscar.
Fue de gran ayuda un hallazgo sorpresivo: la Lista Osenberg. En realidad eran unas hojas que alguien había roto con desidia y abandonado en una oficina universitaria. Era la nómina de científicos e ingenieros alemanes que los jerarcas nazis habían llamado desde el frente para que regresaran a los laboratorios para desarrollar más armas para detener el avance enemigo; serían más útiles en los laboratorios, haciendo pruebas, dibujando planos, resolviendo fórmulas matemáticas, que disparando contra los soldados Aliados. Esos nombres fueron una gran guía para la búsqueda.
Un hombre clave en la selección de los hombres fue Allen Dulles, un abogado que vivía en Suiza con estrechas vínculos con los servicios secretos. Unos años después sería el primer director de la CIA e integrante de la Comisión Warren, el grupo de notables que tuvo a su cargo la investigación del asesinato de Kennedy. Dulles revisó miles de legajos para señalar a los más adecuados. También se ocupó de limpiar las fojas de varios de estos hombres, morigerando así, al menos en los papeles, su nazismo y sus crímenes.
Ubicar a los hombres seleccionados no resultó sencillo. La fuga nazi era una estampida que se diseminaba por Europa. Escondites, identidades cambiadas, falsos testimonios. Nadie quería caer en manos del enemigo. Pero, principalmente, los alemanes querían evitar ser capturados por los soviéticos. El resto de las Aliados representaban el mal menor para los vencidos. Así que al verse acorralados preferían ser abducidos por los norteamericanos.
Hubo una gran diferencia en la captación de estos talentos científicos. Stalin se llevó alrededor de 2.000. Pero una vez que exprimió sus conocimientos, que verificó qué sabían y copió procedimientos, los devolvió a Alemania sin ningún tipo de privilegios.
Por su lado los norteamericanos, ofrecieron un trato diferente. Ofrecían estabilidad, ciudadanía para ellos y su familia y, un gran aliciente, impunidad por lo realizado durante la Guerra.
Una vez que eran capturados, los norteamericanos enviaban a estos especialistas a un castillo situado en las afueras de Frankfurt. Allí eran interrogados en profundidad y sin clemencia. Los captores querían todo tipo de información. Les preguntaban sobre su pasado, sobre su trabajo, sobre los avances tecnológicos alemanes, sobre qué sabían los soviéticos, sobre la reputación y conducta de otros colegas nazis.
Allí se producía un doble juego convergente. Los alemanes mentían sobre su pasado, sobre su nazismo y sus actos durante la guerra; los norteamericanos avalaban esas mentiras y borraban rastros de lo que encontraban e incriminaba a los científicos.
A esta operación veloz de captación -de abducción- de talentos científicos se la llamó Operación Paperclip; el nombre se inspiró en los ganchitos metálicos que agarraban las hojas de los distintos expedientes. Fue una maniobra secreta de la que pocos tenían conocimiento en el momento de ejecutarse. A pesar de eso, a los pocos años, se publicó sobre ella en los principales medios norteamericanos. El primer memorando que circuló confidencialmente ya desde su título dejaba clara la intención del programa: Explotación de especialistas alemanes en ciencia y tecnología en Estados Unidos.
El presidente Truman impuso dos condiciones: que no tuvieran un ostensible pasado nazi y que no hubieran participado de crímenes de guerra ni en nada relacionado a los campos de concentración y la Shoá. Pero a los responsables de la operación les pareció que los pruritos eran demasiados y desoyeron al primer mandatario. Su cosecha hubiera sido muy escueta de haber respetado esas directivas. Fraguaron legajos y escondieron los antecedentes de muchos para que pudieran participar de la Operación Paperclip. Hubo quienes fueron sacados de un proceso judicial que se les estaba siguiendo. Causas enteras desaparecieron y cientos de papeles fueron destruidos. Hasta se borraron sentencias condenatorias ya dictadas.
Los norteamericanos estaban muy interesados en físicos, químicos, investigadores médicos y especialistas en armamento, en especial el naval.
Al entrar en contacto con los alemanes, sus investigaciones y sus desarrollos, los Aliados descubrieron que habían sobrestimado la capacidad nuclear nazi. Pero que en cohetería, experimentos médicos y armamentos los avances habían sido notorios. Y esos fueron los especialistas que salieron a cazar, sin que los importara su pasado.
En septiembre de 1945, en los primeros contingentes, llegó a Estados Unidos alguien que iba a ser clave en esta historia, posiblemente el hombre que más relevancia obtuvo después: Wernher von Braun, experto en ingeniería aeroespacial, diseñador de los cohetes V-2 con los que la Alemania nazi asoló Inglaterra (la paradoja es que esos cohetes provocaron 12.000 bajas pero se calcula que su construcción y producción costó la vida de 20.000 trabajadores esclavos) y pieza clave para la llegada del hombre a la Luna, alguien absolutamente imprescindible en el desarrollo de la tecnología que permitió que el Apolo lograra lo que años antes hubiera sido inimaginable.
Los aliados dieron con von Braun días antes de la caída de Berlín. En el interrogatorio, el ingeniero les informó que en el campo de Dora-Mittelbau había una fábrica de cohetes V-1 y V-2. Cuando los soldados norteamericanos llegaron encontraron miles de piezas en procesos de ensamble, máquinas y decenas de toneladas de documentación y planos. Estuvieron un tiempo revolviendo, sacando fotos, estudiando componentes y revisando papeles. Hasta que se percataron que era una zona que estaba bajo el poder soviético. No podían custodiar el hallazgo hasta el final de la guerra porque hubieran debido ceder todo a la otra fuerza aliada. Así que en muy pocas horas, desmantelaron las instalaciones y trasladaron todo sin dejar rastro. Lo más importante fue enviado a Estados Unidos en el primer barco.
La Operación Paperclip no fue la única de su tipo. Tanto los soviéticos (Operación Osoaviakhim) como los británicos (Operación Backfire) llevaron hombres de ciencia con flagrante pasado nazi a trabajar para ellos.
Hubertus Strughold llegó a Estados Unidos en 1947. Fue otro de los tripulantes (o polizontes) de la Operación Paperclip. Su gran prestigio como médico fisiólogo lo llevó a trabajar en la fuerza aérea. Encabezó un equipo formado por otros alemanes que habían colaborado con él en la Luftwaffe. Strughold creó la Medicina Espacial, fue un pionero en el área. Estudió el efecto de la falta de gravedad en el cuerpo, las condiciones de vida de tripulaciones de varios miembros en espacios reducidos y cómo afectaba la despresurización, entre otras eventualidades de los pilotos.
Strughold fue jefe del área médica de la NASA. Recibió muchos honores en vida y el premio mayor de la Asociación de Medicina aérea y espacial llevó su nombre. Murió en 1986 rodeado de reconocimiento y prestigio. Durante su trayectoria hubo tres investigaciones estatales sobre su pasado nazi pero ninguna llegó a un dictamen condenatorio. Tras su muerte, se descubrió que había participado en experimentos inhumanos en Dachau, que había utilizado como conejillo de indias a los prisioneros del campo de concentración. Se supo que provocó crisis en chicos epilépticos para poder describir sus reacciones y consecuencias y que llevó a varios a la hipoxia para comprobar los efectos de la falta de aire. Hubo una revelación más posterior a su muerte: Estados Unidos, apenas terminada la Segunda Guerra, había ubicado a Strughold en la lista de criminales de guerra a ser juzgados en los juicios de Nuremberg. Alguien, oportunamente, lo sacó de la lista.
Otro que integró uno de los primeros contingentes de especialistas alemanes llevados a Estados Unidos fue el ingeniero Georg Rickhey. Su involucramiento en los mecanismos de poder nazi era indisimulable. Había dirigido la fábrica encargada de la construcción de los cohetes V-1 y V-2. También había ocupado diversos puestos con alto poder de decisión en el ministerio de armamento. Rickhey fue acusado en los juicios del campo de concentración de Dachau. La fábrica quedaba dentro de uno de los subcampos de Dachau. Se lo culpó por varios asesinatos y por la muerte de miles de trabajadores esclavos. Varios testimonios coincidieron en que él fue el que dio la orden de colgar a 12 detenidos de una grúa por considerarlos responsables de un posible sabotaje a la fábrica. Mientras esperaba junto a cientos de alemanes más en un campo de detención norteamericano, Rickhey organizó el mercado negro del lugar: su habilidad logística no lo abandonaba.
Durante décadas Estados Unidos utilizó a estos científicos e ingenieros alemanes con un alto involucramiento durante los años nazis. Mientras estuvieron activos y ayudaron a sacar ventaja en la carrera espacial, los norteamericanos prefirieron no mirar el pasado de estos especialistas, olvidar, esconderlo. Sus crímenes sólo salieron a la luz cuando ya estaban retirados o muertos.
La Operación Paperclip fue un éxito.