Automatizados es un libro imprescindible para esta era de transformación porque todavía existe la chance de que la tecnología en general y la inteligencia artificial (IA) en particular, no derive en el futuro distópico preferido del cine y las series globales. Hay margen para el optimismo porque hay margen para la acción.
Eduardo Levy Yeyati y Darío Judzik emprendieron una tarea enorme y la tradujeron a una obra sencilla: en 216 páginas, ágiles pero profundas, se puede comenzar a aprender qué importancia tiene la IA en el mundo y en particular en la Argentina, donde, como señalan los autores, el mercado laboral está dividido en tres –y solo uno de esos tres tercios está adentro del sistema- y la discusión sobre el modelo educativo parece anclada en el modelo del siglo 20.
La combinación adecuada entre la profundidad de las ideas y el talento para transmitirlas de forma amena no es una fórmula fácil de encontrar en un libro, pero Automatizados rompe con ese molde. La obra nos habla de un tema urgente: Vida y trabajo en tiempos de inteligencia artificial, como señala el subtítulo. Y nadie mejor que un economista con una gran capacidad didáctica, Eduardo Levy Yeyati, acompañado por el Doctor en Economía aplicada Darío Judzik, que lo escribieron a 4 manos para permitirnos reflexionar sobre una cuestión acuciante, que puede angustiar si no la entendemos o volvernos más creativos si la enfrentamos con apertura mental.
Los autores logran cautivar en este “viaje de exploración” como lo definió el innovador Sebastián Campanario hacia un mundo que está lejos de los aburridos y provincianos debates locales sobre cuestiones ya resueltas en otros países emergentes y desarrollados.
Nacimos y crecimos para correr en círculos en el siglo XX, pero las nuevas generaciones saben que la geometría ha cambiado y se está en presencia de un cambio de valores, acelerado por la pandemia, reflejado en el libro: el trabajo ya no es el fin último ni el ocio es aquello que lo complementa.
El orden se está invirtiendo y las empresas cuando tratan de captar a empleados jóvenes lo notan en forma instantánea. Es imposible analizar la realidad con los parámetros del pasado porque, como señalan los autores, el pasado en general no se repite, salvo el loop conceptual que parece atravesar la Argentina.
El ascenso al máximo vértice del poder de un outsider en este país es fruto de este hastío por un modelo que ya no funciona. Los analistas intentan encasillar el paradigma libertario con categorías que no logran captar el actual humor social. Y muchos políticos –y agentes de la comunicación- pretenden seguir predicándole a una grey que ya no existe como tal, por la fragmentación social pero también por la entrada de la tecnología a la vida cotidiana de las personas.
La inteligencia artificial es la herramienta, dejan en claro Levy Yeyati y Judzik, no es el fin en sí mismo, pero ha dejado obsoletas varias consignas.
El capital ya no se combate, el trabajo es un arma de integración social y, sobre todo, la nueva inteligencia artificial sustituye al conocimiento tradicional. El sueño urbano de “M’hijo el dotor” ha sido reemplazado por el influencer, aquel que con mensajes inteligentes o superfluos puede sentirse realizado económica y profesionalmente tan solo con un celular y un micrófono decente.
¿Significa esto que el modelo educativo tradicional es obsoleto? Depende de la capacidad de los dirigentes y docentes de entender esta realidad dinámica. Como señalan en esta obra, la clase obrera no fue al paraíso pero obtuvo derechos y los hace valer. La gente ya no vota ni elige arrastrada por un puntero o por la fidelidad a figuras históricas y ese es un desafío espeluznante para una dirigencia acostumbrada a sobrevivir con el modelo de la grieta. Las dictaduras que sobreviven en un mundo más democrático que hace cinco décadas –aunque a la ciencia política le encante hablar de democracias débiles o blandas- no pueden frenar la difusión de su máquina represiva porque la tecnología es la mejor herramienta para que el resto del mundo observe el horror casi en tiempo real. Lejos de la visión de Apocalípticos e integrados, la Aldea Global es una realidad, aunque haya retrocedido circunstancialmente tras la pandemia a nuevos bloques geopolíticos enfrentados por vencer a los otros en esta carrera digital, así como a mediados del Siglo XX Estados Unidos y la Unión Soviética competían por ganar la carrera espacial.
La inteligencia artificial rompe en pedazos ese paradigma porque lo instantáneo y lo nuevo se vuelven elementos permanentes de la vida humana. Cambiamos todos los días, todo el tiempo, aunque eso no significa que tengamos que dejar de lado los valores éticos y morales que nos permitieron llegar hasta aquí en nuestra evolución como homo sapiens, para poder seguir distinguiendo las nociones del bien y del mal, tan antiguas como la historia de la humanidad.
Aquí reproducimos un fragmento del libro:
En un reciente libro, los economistas Daron Acemoglu y Simon Johnson coquetean con la idea de que, con todas las contraindicaciones del caso, podría pensarse en un desincentivo a las tecnologías anti-trabajo.
Este enfoque supone que la política puede incidir decisivamente en el desarrollo tecnológico, como si existiera más de un recorrido potencial –digamos un árbol tupido de recorridos alternativos– y la política pública pudiera orientar la elección del camino a tomar. Pero, ¿hay tantos recorridos? ¿Qué sucedería si el camino fuera uno solo, con modestos desvíos según los Estados vayan orquestando los incentivos? ¿Qué pasaría si la política a lo sumo puede demorar el avance, dándonos tiempo –preparándonos a nosotros los humanos, a través de la formación, para ser más complementarios o suplementarios, es decir, menos vulnerables– para adaptarnos a lo inevitable?
El avance tecnológico, finalmente, ¿será el que nosotros decidamos colectivamente en una suerte de consejo mundial que incorpore los temores y consideraciones vistas hasta aquí, o será el que surja de fuerzas atomizadas –experimentación, rentabilidad comercial, ambición individual, competencia geopolítica– que tarde o temprano prevalecerán independientemente de nuestros designios?
Respuesta corta: imposible saberlo.
Respuesta larga: aunque los dos escenarios son probables, a juzgar por la historia, el segundo lo es más.
No hay precedentes de un esfuerzo global exitoso para frenar avances tecnológicos; el intento más cercano, y solo parcialmente exitoso, es el ejercicio de disuasión de la carrera armamentista. Y la experiencia reciente con las políticas contra el cambio climático –tardías e insuficientes– no son esperanzadoras.
Mitigación versus adaptación: en el debate climático, la primera apunta a revertir el deterioro, a resolver el problema; la segunda parte del supuesto que el cambio climático es irreversible, o que la primera llegará tarde, si llega, y que contendrá el problema, sin revertirlo en nuestras vidas; en todo caso, prefiere pensar cómo convivir con el nuevo escenario. Las dos miradas son compatibles, la adaptación no reniega de la mitigación, pero piensa en un plan B. Si el A es exitoso, tanto mejor, pero los riesgos son demasiado grandes para jugar todo a ganador.
Como en el cambio climático, si la mitigación de la distopía tecnológica es improbable o llega tarde, a no descuidar la adaptación. Pero esta adaptación, que en el contexto climático suena desalentadora e incluso trágica, en el ámbito laboral tiene un sentido distinto e incluso revolucionario: si el futuro del trabajo es el fin del trabajo como lo conocemos, un mundo sin trabajo es perfectamente concebible. Solo falta resolver el elemento ausente en la utopía keynesiana del ocio: la distribución de los frutos de la tecnología.
…
En La imposibilidad de una isla, Michel Houellebecq imagina un futuro en el que el protagonista, Daniel, vive eternamente clonándose a sí mismo y se comunica con otros clones telepáticamente a través de una red neuronal artificial la web. Los “Kentukis” de la novela homónima de Samanta Schweblin permiten experimentar realidades, espacios y momentos prestados a través de la comunicación sensorial a continentes de distancia mediante un dispositivo similar al Furby o el Tamagotchi.
En nuestro presente, varios innovadores vienen diseñando hace años interfaces entre el cerebro y el mundo material para personas con discapacidades neuromotrices, pero eso es solo el comienzo. El reciente anuncio de Neuralink de Elon Musk va un paso más allá, insinuando la posibilidad de integrar el cerebro humano a un programa de IA, de modo que el humano pueda “competir” con el programa en la realización de tareas. En esta versión moderna del ciborg, los elementos cibernéticos no mejorarían los aspectos físicos (sentidos, velocidad, fuerza, como en Robocop), sino los intelectuales (como en la menos interesante Trascendencia). La idea de un cerebro turbo cargado con un programa de IA –o la de un cerebro subido a una nube de IA como Max Headroom– es inquietante en varios sentidos, empezando por la pregunta básica: ¿quién maneja a quién?
…
¿Es la creatividad de la creación el último bastión de lo humano? El mix de original y copia es, en última instancia, personal: dependerá de las afinidades estéticas, de la intensidad del aura y de la restricción presupuestaria. Pero, puestos a pronosticar, nos queda claro que el aura será uno de los refugios del trabajo humano en el futuro.
Parafraseando a la economía verde ambientalista o a la economía naranja de las industrias creativas o la economía azul del mundo marino, ¿cómo llamaríamos a la economía de lo “hecho por humanos”?
Vayamos buscando un color.