Parece ser que comienza a tener efecto el endurecimiento de las medidas de las autoridades en Panamá, con mayores controles en el inclemente cruce de la selva del Darién, en la frontera con Colombia que forma parte del camino de los migrantes que quieren alcanzar el denominado sueño americano y llegar a Estados Unidos.
Según un reportaje de la periodista Paula Cabaleiro, de la agencia española de noticias EFE, por lo menos los venezolanos que residen en Colombia y tenían al país como un destino temporal, para luego continuar su recorrido a Norteamérica, estarían prefiriendo quedarse.
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Ese fue el caso de María Alfonso Ollarve, una madre venezolana que se quedó en Turbo (Antioquia) donde sobrevive con la venta informal de cigarrillos, tinto y mecato en la zona de frontera con el país centroamericano.
Ella migró hace seis años “por necesidad” y lleva en el municipio cinco meses con su hijo. Confesó que no quiere vivir bajo el gobierno de Nicolás Maduro: “Cada día eso está peor, y lo más probable es que vuelva a ganar las elecciones ese señor”.
Su plan inicial era atravesar los 97 kilómetros de una de las selvas más peligrosas del mundo, el Darién, primer paso para cruzar hacia Estados Unidos recorriendo los siete países de Centroamérica, una distancia total de 3.742 kilómetros.
Al llegar a la mencionada población antioqueña, el miedo por su vida y la de su hijo la detuvo: “Cuando llegué una muchacha me dijo que uno se había torcido el pie y se había caído por uno de esos precipicios y otra llegó a la frontera sin su bebé”.
Este año han cruzado la selva más de 195.000 personas, la mayoría venezolanos, pero las cifras no reflejan cuántas vidas se pierden en el trayecto por esta densa y montañosa selva que separa a Colombia de Panamá.
Familias como la de ‘Doña Mari’, como la conocen en el pueblo, optan por quedarse en Colombia, que ha acogido a casi tres millones de migrantes y refugiados venezolanos, y es el país de la región con más población de origen venezolano.
El muelle turístico de Turbo recibe y despide diariamente a cientos de personas, al igual que el de Necoclí, puerto principal desde el que migrantes venezolanos se dirigen en lancha hacia Acandí o Capurganá, donde guías los recogen para adentrarlos en la selva, y que en temporadas ha tenido crisis humanitarias ante las aglomeraciones de migrantes.
Desde Turbo, varias ‘empresas turísticas’ ofrecen un paquete que incluye un guía que los lleve desde las playas donde los dejan las lanchas hasta la frontera con Panamá, en mitad de la selva, aunque trabajadoras de varias ONG como Aldeas Infantiles advierten que “cada vez tiene un precio más alto”.
El impedimento económico es una de las razones por las que muchas familias, o se establecen en carpas alrededor del muelle mientras logran reunir el dinero, o terminan prolongando su estancia y abandonan la idea de cruzar la selva.
Aldeas Infantiles instaló una carpa en el muelle hace menos de un año e inició un proyecto para proteger a la niñez y las familias, como relató la profesional técnica de la Dirección de Proyectos, Laura Dorado.
Una de esas madres que requirió ayuda es Nakari Medina, quien llora recordando su hogar mientras suena por altavoces de celulares ‘Me fui’, el himno que Reymar Perdomo compuso como homenaje a todos los migrantes venezolanos que salieron de su país por la crisis.
Ella llegó en abril con la intención de cumplir el sueño americano con sus dos hijas y su marido, pero no pudo pagar uno de esos paquetes de 350 dólares y los “regresaron” al muelle de partida tras cuatro días de espera en Acandí.
“Nosotros estuvimos en Acandí, pero como no teníamos el dinero completo para ingresar y hubo un bochinche con paisanos venezolanos, nos regresaron a todos”, recuerda, mientras explica que ella migró por salud, pues en 2022 le diagnosticaron un cáncer de cérvix y necesita controles seguidos.
Cientos de migrantes se quedan en las costas esperando a que sucedan los barridos que “se llevan a las personas con lo que tengan en la mano”, que pueden ser desde 70 hasta 20 dólares: “Ellos te guían igual hasta la bandera y de ahí en adelante… bueno”.
Nakari ahora puede pagar alojamiento porque vende empanadas venezolanas mientras espera que regularicen sus papeles y admitan a las niñas en el colegio: “Ellas no saben estar con otros niños, les cuesta socializar”.