Suena la alarma a las 7:30 de la mañana, pero para entonces, ya llevo, aproximadamente, media hora despierta. Voy a toda velocidad por casa, emocionada y hecha un manojo de nervios. El día por fin ha llegado: es 30 de mayo de 2024. Voy a ver a Taylor Swift en directo en el The Eras Tour, trece años después de que ella pisara España por primera vez. Las entradas para mí y tres de mis amigos llevan compradas exactamente 322 días, desde julio del año pasado. Ahora, el contador está a cero. Sin embargo, no será la primera vez que la vea. En 2018, mi hermana y yo fuimos a Dublín con el reputation stadium tour, que promocionaba su sexto álbum de estudio. Sin embargo, esta vez es diferente. Taylor está en Madrid, mi casa; voy a verla con mis amigos y la euforia mediática y la vorágine emocional me hacen pensar constantemente que es la primera vez.
Cuando me levanto de la cama lo primero que veo es mi outfit del concierto. Cada uno de mis amigos va de un álbum diferente de Taylor, en total, 11, ya que en esta gira hace un repaso por casi todo su discografía, a excepción del primer álbum, su debut. Yo, en concreto, voy de Midnights (2022), el décimo. Es un vestido camisero de brillos rosa, uno muy similar al que Taylor llevará esta noche. Este me mira desde el pomo de la puerta de mi armario. Lleva ahí colgado más de una semana, desde que mi madre me hizo el favor de planchármelo para que a mí no se me formase una sola arruga. De zapatillas, unas Converse blancas y moradas con plataforma, y para terminar unos pendientes rosas con forma de estrella, un símbolo que evoca directamente a este álbum. Me ducho y me visto sin procesar nada. Preparo una bolsa enorme para estar entretenida durante las más de seis horas que voy a estar haciendo cola esperando a entrar al estadio Santiago Bernabéu, junto con otras 65.000 personas. Mis amigas llevan en Cuzco desde las 6:30 de la mañana, y por eso cuando llego tengo número: soy la persona 151 del lateral derecho de pista.
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El ambiente de la cola es, de lejos, el más seguro que recuerdo en mucho tiempo. No puedo evitar comentar con mis amigas que la última vez que me sentí tan arropada y acogida fue en el estreno de Barbie (Greta Gerwig, 2023). Ahora las salas de cine son las proximidades del estadio Santiago Bernabéu y el rosa fucsia ha sido sustituido por brillos, flecos, capas y sombreros que representan cada uno de sus once álbumes. En la cola kilométrica, niñas, adolescentes, mujeres, y también chicos, intercambiamos friendship bracelets (pulseras de la amistad en español) constantemente. No hay persona que cuando te pare, no te comente lo chulo que tu outfit o quiera intercambiar pulseras, y esto hace que, con ayuda de la sombra de los árboles, el calor infernal de Madrid y las más de seis horas de espera hasta que abren las puertas sea de lo más ameno y de los más emocionantes que he tenido el placer de vivir.
Así, por fin, sobre las 16:30, accedemos al estadio. Nuestra zona es el lateral derecho de la zona de pista, próxima a la pasarela donde Taylor caminará en numerosas ocasiones junto a sus bailares y sus coristas. El escenario impone. La única pantalla que hay es enorme y la pasarela parece kilométrica. Por fin se siente un poco más real tras habernos preguntado un par de horas atrás si esto estaba ocurriendo de verdad. Está prohibido correr, así que simplemente bajamos las escaleras hasta llegar a donde debería estar el césped del estadio. (Casi) todos llevamos siendo fan de Taylor desde aproximadamente unos 15 años, y ahora nosotros tocamos los 25. Se ha comentado siempre que sus seguidores son niñas y adolescentes, cosa que también es cierta, pero muchos de sus fans más fieles provienen de haber crecido con ella, de empatizar con sus letras y de no poder evitar decir “de hecho, Taylor Swift tiene una canción que lo explica”, cada vez que en tu vida se da una situación determinada, porque tras saberte cerca de 500 letras es imposible que nada te recuerde a una canción que ella ya haya escrito.
Si las horas de cola se pasan en casi un abrir y cerrar de ojos, no se puede decir lo mismo de las cuatro horas restantes que quedan hasta que empiece el concierto. El calor en la casa del Real Madrid es insoportable y cuanta más gente llega, más se nota. A eso hay que sumarle que casi no hay agua. A la entrada nos han hecho tirar las botellas y en su lugar nos han dado un pequeño vaso que no debe superar los 23 centilitros. Dentro nos lo rellenarán con agua gratis, gracias a que varias personas que se sitúan alrededor de la pista portan botellas. Pero a medida que llega más gente se empieza hacer más complicado salir, por lo que una casi prefiere no moverse. Cuando queremos hacerlo tenemos que pedirla a gritos y al final, cuando empieza el concierto, o te sales o ya no puedes beber. Algo parecido ocurre con el baño. Tras la polémica de preguntar a muchos de los asistentes si usaríamos pañal o no para cubrir la necesidad de ir a hacer pis tras las más de tres horas que dura el concierto -al final si estás en pista es mucho más-, yo únicamente voy dos veces antes de que empiece. La falta de agua, el calor y la emoción hará que en lo último que pienses sea en ir al cuarto de baño.
Es exactamente a las 20:01 de la tarde cuando, una vez termina la banda de rock Paramore, los teloneros, y que suenen un par de canciones en los altavoces del estadio, dos contadores se sitúan a los lados de un reloj proyectado en medio de la pantalla de escenario. Quedan dos minutos para que empiece el concierto. Los nervios tienen que salir de alguna forma. A mi amiga Elia y a mi amiga Sofía les caen las lágrimas por las mejillas, las mismas que en ese mismo estadio también arrojan los seguidores del fútbol cuando pierde su equipo. A mí me cuesta mucho llorar, pero me emociono y les doy la mano. Una chica a nuestra derecha nos mira de la misma forma. Tiene los ojos totalmente aguados mientras sujeta el móvil para grabar el comienzo. “Estamos todas igual”, le digo a la chica, cuya edad rondará la misma que la nuestra.
Desmayarse pero seguir cantando: el efecto de Taylor Swift
Entonces, el marcador se pone a cero. Cuatro abanicos enormes de tela rosa caminan lentamente por el escenario hasta que Taylor hace su entrada triunfal. Los gritos y los aplausos inundan el Bernabéu. Al principio, pese a que no veo porque mido 1,50, veo la cara sonriente de la que siempre ha sido mi cantante favorita en la pantalla. Segundos más tarde, mi amiga Elia me da un toquecito en el hombro. “Está ahí. ¿La ves?”, me dice al oído. Cuando la ubico y veo perfectamente su pelo rubio con flequillo, su body rosa y sus botas, parece un poco como un sueño. Y así será a lo largo de toda la noche. Esto no solo me pasa a mí. Lo veo en casi todos los ojos de los asistentes que tengo al lado. Sé, casi seguro por su edad, que también llevan mucho tiempo esperando.
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Las canciones pasan sin darte cuenta, los múltiples cambios de vestuario -uno por cada álbum-, indican que cada vez queda un poco menos para que acabe, y por eso, pese a que me prometo que quiero grabar lo menos posible, me es muy difícil no hacerlo. Todos queremos tener el recuerdo de la que seguro es la noche de nuestra vida. Ni querer comer, ni tener toda la sed del mundo, ni las ganas de ir al baño son suficientes para frenar la emoción, aunque no siempre sale bien. Cuando quedan apenas tres canciones, una chica delante de nosotros se tiene que tumbar y poner los pies en alto. Está pálida. Pese al susto, consigue recuperarse, y mientras es asistida por un técnico de emergencias, no puede evitar seguir cantando. Es el efecto Taylor Swift.
Cuando las más de tres horas de concierto llegan a su fin y los fuegos artificiales y el confeti invaden el estadio, lo siguiente que se aprecia son caras largas. Nos obligan a desalojar lo más rápido posible el nuevo eventódromo y apenas podemos hacernos un par de fotos para despedirnos. La salida es ordenada en forma, pero un caos en emociones. La gente está eufórica y agotada a la vez. A mí me duelen las rodillas de estar, en total, más de cinco horas de pie. Una vez casi todos fuera del estadio, eso parece una procesión, pero llena de ruido. Nos hacemos con agua y nos sentamos en medio de la carretera mientras contemplamos el estadio, destrozados. “¿Os podéis creer lo que acabamos de ver”, pregunta otra chica de grupo, mientras nos bebemos de un trago una botella de medio litro. “No”, respondemos casi todos al unísono. No debemos de ser los únicos con la misma sensación. Casi todo el mundo camina con la cara desencajada. Son las consecuencias de cumplir un sueño.